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miércoles, 22 de julio de 2015

ASÍ INFORMARON EN FRANCIA LA MUERTE DE JOSÉ DE SAN MARTÍN
El 21 de agosto de 1850, un diario de Boulogne-Sur-Mer publicó una necrológica que sorprende por lo completa y detallada. Escrita por un amigo francés, es una mimeografía exenta de algunas deformaciones de que fue objeto luego la trayectoria del Libertador
Adolph Gérard era el propietario de la casa que San Martín habitó en Boulogne-sur-mer durante poco más de un año y medio y en la cual murió. El general alquilaba un piso del edificio de la Grande Rue 105 –hoy propiedad de la República Argentina– en cuya planta baja residía el propio Gérard, abogado, periodista y por entonces director de la biblioteca de esa ciudad marítima del noroeste de Francia.
Gérard cultivó la amistad de San Martín en ese período y cuando éste murió auxilió a su hija y yerno en todos los trámites relativos a su sepelio. Días después, el 21 de agosto, publicó un extenso artículo en el diario local sobre la vida y la trayectoria político-militar de su ilustre inquilino.
Considerando que no se había escrito aún la historia de la Independencia Sudamericana y de sus protagonistas, y teniendo en cuenta también la inmediatez de esta publicación –hecha a tan sólo cuatro días de la muerte del general– cabe suponer que la fuente de los detallados conocimientos de que hace gala Adolph Gérard en su texto sobre la vida de San Martín era el mismo protagonista. De ahí su incalculable valor. Y por eso también la sorpresa ante la escasa atención que le prestaron posteriormente los estudiosos de la vida de San Martín a este texto, en el cual hay referencias a aspectos de su trayectoria que luego fueron reinterpretados, polemizados o silenciados por biógrafos supuesta mente más “rigurosos” y documentados. Un caso es el de la famosa entrevista de Guayaquil. Gérard refiere lo allí discutido –no habla de secreto– y da por cierta –citando un párrafo– una famosa carta de San Martín a Bolívar –posterior a su célebre encuentro– que hizo correr ríos de tinta a los historiadores en una interminable polémica sobre su autenticidad.
“Aunque cinco años mayor que su rival de gloria, (San Martín) le ofreció (a Bolívar) su ejército –dice Gérard sobre la entrevista que tuvo lugar en Guayaquil el 22 de julio de 1822–, le prometió combatir bajo sus órdenes, lo conjuró a ir juntos al Perú y a terminar allí la guerra con brillo, para asegurar a las desdichadas poblaciones de esas regiones el descanso que tanto necesitaban. Con vanos pretextos, Bolívar se negó. Su pensamiento no es, parece, difícil de penetrar: quería anexar el Perú a Colombia, como había anexado el territorio de Guayaquil. Para eso, debía concluir solo la conquista. Aceptar la ayuda de San Martín era fortalecer a un adversario de sus ambiciones. Bolívar sacrificó por lo tanto sin hesitar su deber a sus intereses”.
Y sobre la que se conoce como “carta de Lafond” por el nombre del autor francés que primero la publicó completa, agrega Gérard: “De Lima misma, y con fecha del 29 de agosto, había anunciado a Bolívar sus designios en una carta mantenida secreta hasta estos últimos años, y que es como un testamento político (…): ‘He convocado, le decía, para el 20 de septiembre, el primer congreso del Perú; al día siguiente de su instalación, me embarcaré para Chile, con la certeza de que mi presencia es el único obstáculo que le impide venir al Perú con el ejército que usted comanda… No dudo de que después de mi partida el gobierno que se establecerá reclamará vuestra activa cooperación, y pienso que usted no se negará a una tan justa demanda’”.
Otro detalle interesante en el artículo del Impartial de Boulogne-sur-mer es la síntesis que hace Gérard del pensamiento político de San Martín, en términos que iluminan la futilidad de la discusión sobre el monarquismo del Libertador; no porque lo niegue, sino porque lo explica, al ponerlo en contexto: “Partidario exaltado de la independencia de las naciones, sobre las formas propiamente dichas de gobierno no tenía ninguna idea sistemática. Recomendaba sin cesar, al contrario, el respeto de las tradiciones y de las costumbres, y no concebía nada menos culpable que esas impaciencias de reformadores que, so pretexto de corregir los abusos, trastornan en un día el estado político y religioso de su país: ‘Todo progreso, decía, es hijo del tiempo’. (…) Con cada año que pasa, con cada perturbación que padece, la América se acerca más aún a esas ideas que eran el fondo de su política: la libertad es el más preciado de los bienes, pero no hay que prodigarla a los pueblos nuevos. La libertad debe estar en relación con la civilización. ¿No la iguala? Es la esclavitud. ¿La supera? Es la anarquía”.
Gérard nos deja también una descripción del aspecto y carácter de San Martín por aquel entonces. Cabe señalar que, dos años antes de su muerte, en 1848, su hija Mercedes lo convenció de posar para un daguerrotipo, por entonces toda una novedad. Esa es por lo tanto la única “fotografía” que tenemos de él: aquella en la cual está sentado y luce el cabello encanecido. Permite calibrar cuáles de los tantos retratos pintados de él son los más fidedignos.
Así describía Gérard a su inquilino: “El señor de San Martín era un bello anciano, de una alta estatura que ni la edad, ni las fatigas, ni los dolores físicos habían podido curvar. Sus rasgos eran expresivos y simpáticos; su mirada penetrante y viva; sus modales llenos de afabilidad; su instrucción, una de las más extendidas; sabía y hablaba con igual facilidad el francés, el inglés y el italiano, y había leído todo lo que se puede leer. Su conversación fácilmente jovial era una de las más atractivas que se podían escuchar. Su benevolencia no tenía límites. Tenía por el obrero una verdadera simpatía; pero lo quería laborioso y sobrio; y jamás hombre alguno hizo menos concesiones que él a esa popularidad despreciable que se vuelve aduladora de los vicios de los pueblos. ¡A todos decía la verdad!”.
Del relato de Gérard, emerge además una imagen diferente del ostracismo de San Martín, presentado por muchos de sus biógrafos como un período de oscuridad y silencio. Aunque, “menos conocido en Europa que Bolívar, porque buscó menos que él los elogios de sus contemporáneos”, dice Gérard, no era un exiliado ignoto: “En sus últimos tiempos, en ocasión de los asuntos del Plata [el bloqueo anglo-francés del Río de la Plata en tiempos de Rosas], nuestro Gobierno se apoyó en su opinión para aconsejar la prudencia y la moderación en nuestras relaciones con Buenos Aires; y una carta suya, leída en la tribuna por nuestro Ministro de Asuntos Extranjeros, contribuyó mucho a calmar en la Asamblea nacional los ardores bélicos que el éxito no habría coronado sino al precio de sacrificios que no debemos hacer por una causa tan débil como la que se debatía en las aguas del Plata”.
Este hecho –la lectura de una carta de José de San Martín en el parlamento francés en la cual el general les advertía de que no podrían doblegar al pueblo argentino– muestra no sólo que su presencia en Francia no era ignorada por las autoridades de ese país sino que él se mantuvo siempre atento a lo que sucedía en su Patria e intervino cada vez que pudo con los medios a su alcance en defensa de la independencia que había conquistado.
Fuente: Claudia Peiró

Ley de Enfiteusis



Durante la gestión gubernamental de Martín Rodríguez se aplicaron una serie de disposiciones relativas a la tenencia de la tierra, que influirían directamente en la posterior elaboración de la Ley de Enfiteusis.
El 3 de noviembre de 1821 se estableció la creación del sistema de crédito púbico, y se instituyó un fondo de cinco millones de pesos. La deuda pública quedó garantizada“por todas las rentas directas e indirectas que posee la Provincia de Buenos Aires y poseyere en adelante, por todos sus créditos activos y por todas las propiedades muebles e inmuebles de la Provincia, bajo especial hipoteca y con todos los derechos de preferencia en la totalidad de los capitales y réditos”. (1)
Con la aplicación de esta ley, quedaba implícitamente decretada la inmovilidad de la tierra pública de la Provincia.
Un decreto posterior, del 17 de abril de 1822 prohibió expresamente la venta de la tierra, la entrega de títulos de propiedad, la admisión de denuncias de terrenos y la ejecución de desalojos, hasta tanto se sancionara la ley referente al tema.
Los motivos de tal medida se explicaban considerando a la tierra, entre todas las propiedades del estado, como la más adecuada para proveer recursos en casos de necesidades extraordinarias y para garantir la deuda pública, debido a que la tierra se halla sujeta a menos riesgos y tiene un valor más inagotable.
Al estar inmovilizada toda la tierra pública, no quedaban sino dos medios para utilizarla: el arrendamiento simple o la enfiteusis. El gobierno optó por este último sistema.
El 1º de julio del mismo año, se decretó lo siguiente:
1º – Ninguno de los terrenos que están a las órdenes del Ministerio de Hacienda serán vendidos.

2º – Los terrenos que expresa el artículo anterior serán puestos en enfiteusis, con arreglo a la minuta de la ley sobre terrenos.
Al contratarse el empréstito Baring en julio de 1824, se dieron como garantía de la deuda los bienes, rentas, tierras y territorios de la provincia de Buenos Aires.
Cuando se produjo la consolidación de la deuda interna, la garantía se extendió a toda la Nación, según lo expresaba en el artículo 5.
Las concesiones en enfiteusis proliferaron en la provincia de Buenos Aires, sobre todo después de las exitosas campañas contra los indios durante el gobierno de Las Heras, y de la firma del Tratado del Guanaco. Pero como aún no existía una reglamentación general al respecto cada caso fue resuelto en forma particular.
Con el fin de organizar debidamente el sistema de posesión de la tierra, el 27 de setiembre de 1824, Las Heras decretó que los interesados en pedir tierras, debían previamente acreditar que el terreno solicitado era baldío “expresando terminantemente el quedar allanado a recibirlo en enfiteusis bajo las condiciones y canon que prefije la ley y que lo pagará desde el día que tome posesión del terreno. (…) Los terrenos que se otorguen en enfiteusis no podrán ser en los de pastoreo de menos extensión que la que forma una suerte de estancia, es decir, de media legua de frente y una y medio de fondo”.

Un decreto emitido al día siguiente, complementario del anterior, establecía que todos los que ocupasen terrenos del Estado, sin autorización del Gobierno, tenían 6 meses de plazo para presentarse a fin de obtenerlos en enfiteusis; se los amenazaba con el desalojo en caso de no cumplir con esta disposición.
Pese a ello, ningún poseedor de tierras en estas condiciones las denunció, por lo tanto el 15 de abril de 1826, un decreto del Poder Ejecutivo ordenó la estricta aplicación de lo dispuesto el 28 de setiembre de 1824, aclarando que serían “desalojados irremisiblemente los que sin títulos ocupasen terrenos de propiedad pública, siempre que se denuncien o soliciten por otros en enfiteusis”.
El 7 de abril de 1826, con la firma de Bernardino Rivadavia y Julián Segundo de Agüero, el Gobierno envió al Congreso un proyecto de ley por el que se extendía a todo el país el régimen enfitéutico.
Las características del mismo diferían del que se había aplicado en Europa, donde las tierras se entregaban a perpetuidad y mediante el pago de un canon inamovible.
Rivadavia estableció la entrega de tierras por un lapso no mayor de 10 años, pues creyó que con ese tiempo desaparecería el problema del empréstito, que ya estaría saldado, y el enfiteuta tendría el privilegio de la compra de esas tierras.
Durante ocho días se debatió el proyecto en el Congreso. El 18 de mayo de 1826 fue finalmente sancionada la ley, que establecía la entrega de las tierras en enfiteusis por el término de 20 años, a partir del 1º de enero de 1827. El texto de la Ley es el siguiente:
Artículo 1º – Las tierras de propiedad pública, cuya enajenación por la ley del 15 de febrero es prohibida en todo el territorio del Estado, se darán en enfiteusis durante el termino, cuando menos, de 20 años, que empezaran a contarse desde el 1º de enero de 1827.

Artículo 2º – En los primeros diez años, el que los reciba en esta forma pagará al tesoro público la renta o canon correspondiente a un ocho por ciento anual sobre el valor que se considere a dichas tierras, sin son de pastoreo, o a un cuatro por ciento si son de pan llevar.
Artículo 3º – El valor de la tierra será graduado en términos equitativos por un jury de cinco propietarios de los más inmediatos, en cuanto pueda ser, al que ha de justipreciarse, o de tres en caso de no haberlos en ese número.
Artículo 4º – El gobierno reglará la forma en que ha de ser nombrado el jury del que habla el artículo anterior, y el juez que ha de presidirlo.
Artículo 5º – Si la evaluación hecha por el jury fuese reclamada, o por parte del enfiteuta, o por la del fisco, resolviera definitivamente un segundo jury, compuesto del mismo modo que el primero.
Artículo 6º – La renta o canon que por el artículo 2º se establece, empezara a correr desde el día en que al enfiteuta se mande dar posesión del terreno.
Artículo 7º – El canon correspondiente al primer año se satisfacerá por mitad en los dos años siguientes.
Artículo 8º – Los periodos en que ha de entregarse el canon establecido, serán acordados por el Gobierno.
Artículo 9º – Al vencimiento de los diez años que se fijan en el artículo 2º, la Legislatura Nacional reglará el canon que ha de satisfacer el enfiteuta en los años siguientes sobre el nuevo valor que se graduará entonces a las tierras en la forma que la Legislatura acuerde.

Para solicitar un terreno debía hacerse el pedido a las autoridades, quienes dispondrían la mensura del inmueble y la tasación por el jury.
Con el fin de registrar la tenencia de la tierra, se estableció el “Gran Libro de Propiedad Pública”, en el que debían extenderse todas las escrituras de los terrenos que se concedieran en enfiteusis, careciendo de valor y efecto aquellas que no estuviesen registradas allí.
Para aclarar dudas acerca de cuáles eran los terrenos que podían darse en enfiteusis, el 5 de agosto se emitió un decreto, que expresaba que los terrenos de quinta situados en los pueblos de campaña, que fueran de propiedad pública, quedaban comprendidos dentro del alcance de la ley.
Quienes se encontraban en posesión de dichos terrenos, tenían seis meses de plazo para solicitarlos en enfiteusis, bajo la pena de perder todo derecho de preferencia que tuvieren.
La ley no comprendía los solares de los pueblos de campaña. Las cesiones de dichos solares que hubiesen hecho los Comandantes autorizados para ello, seguían siendo firmes y valederas, siempre que el interesado acreditase mediante un documento, que se le había concedido esa tierra y que había tomado posesión de la misma.
Quedaban exceptuados los solares que impidieran u obstaculizaran la delineación ordenada de los pueblos de campaña, los que serían considerados como de propiedad pública. (2)
Las zonas que comprendían montes o bosques de propiedad pública no podían ser adjudicadas en enfiteusis. Su utilización debería estar reglamentada por una resolución del Departamento Topográfico.
Las tierras que antes hubieran pertenecido a corporaciones o establecimientos públicos, y en esos momentos eran propiedad del Estado, y que se encontraban en posesión de algún particular en arriendo por tiempo indefinido debían ser solicitados, y los que estuviesen arrendados por un lapso de tiempo determinado, vencido éste se darían en enfiteusis con arreglo a la ley y resoluciones generales. (3)
A pesar de todas estas disposiciones tendientes a complementar y clarificar la ley del 18 de mayo de 1826, la misma adolecía de dos fallas fundamentales: no limitaba la cantidad de tierra a obtener, lo que inmediatamente condujo a la proliferación de los especuladores, quienes comenzaron a acaparar las tierras.
Todos los que poseían influencias en las altas esferas del gobierno, obtuvieron con facilidad toda la tierra que quisieron, y en vez de trabajarla la subarrendaban convirtiendo en objeto de explotación lo que debió ser obra de bien común.
Esto traía la ruina del pequeño poseedor de tierra, ya que al producirse la concentración de grandes áreas de terreno en pocas manos, quienes habían tomado por presura una pequeña parcela de terreno, se vieron desalojados.
El otro error consistió en no haber agregado a la ley una disposición que obligase a poblar, lo que facilitó enormemente el acaparamiento y la especulación mediante la transferencia del derecho de posesión, que fue negociado como mejor convino al enfiteuta.
“Todo esto hará que apenas a un año de sancionada la ley, ochenta y cinco enfiteutas estancieros, sin desembolsar un centavo en pagar el canon detenten novecientos diecinueve (919) leguas de tierra. Otros habían ganado dinero con el negocio de las transferencias. En cambio, ochenta y seis beneficiarios de terrenos de pan llevar alcanzaban a reunir un conjunto de ochenta y cuatro (84) leguas”. (4)
Desde el punto de vista financiero, esta ley también fue un fracaso. En esos momentos el Banco Nacional había comenzado a emitir papel moneda, y a dos meses de empezar la emisión, se la transfirió en moneda de curso forzoso, lo que produjo una baja en el poder adquisitivo del peso.
Como los jurys fijaron tasas completamente ínfimas, el pago del tributo se limitó a unos pocos pesos anuales que en definitiva casi nadie pagó, a no ser en el caso de negociar alguna transferencia.
Así el gobierno, que había cifrado sus esperanzas en esos recursos para hacer frente a los vencimientos del empréstito y a los gastos originados por la guerra con el Brasil, se encontró de repente sin tierras y sin rentas.
Se trató entonces de poner restricciones a la concesión. El 10 de mayo de 1827 se dictó una ley, según la cual el Departamento Topográfico debía presentar un informe acerca de la conveniencia o no de entregar la tierra a quien la solicitaba. También debía verificar si el solicitante “tiene antes denunciados otros terrenos, cuánta es su extensión y cuál el estado del expediente que se sigue con ese motivo. Artículo 3º – Con estos datos y los demás conocimientos que el gobierno tenga a bien tomar, concederá o no en enfiteusis, el todo o sólo una parte del terreno denunciado”. (5)
Pero esta actitud no arrojó los resultados esperados ya que los acaparadores de tierras, de ahí en más siguieron solicitándola a nombre de sus familiares o de simples testaferros.
Así el régimen enfitéutico se transformó en uno de los varios procedimientos a través de los cuales los más importantes ganaderos y saladeristas de la provincia de Buenos Aires aumentaron su propiedad territorial.
Referencias
(1) Buenos Aires (Provincia), Registro Oficial, página 113.
(2) Registro Nacional, V. 2 páginas 145 y 146.
(3) Registro Nacional, V. 2, página 152.
(4) Horacio Juan Cuccorese – José Panettieri, Argentina. Manual de Historia Económica y Social – Buenos Aires (1971), página 243.
(5) Registro Nacional, V. 2, página 190
Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Lamas, Andrés – Rivadavia y la legislación de las tierras públicas. Buenos Aires (Aprox. 1920)
Oddone, Jacinto – La burguesía terrateniente argentina – Buenos Aires (1967).
Política seguida con el Aborigen (1820-1852), Tomo II, Círculo Militar, Buenos Aires
(1974).
Portal www.revisionistas.com.ar
Prado y Rojas, Aurelio – Leyes y Decretos promulgados en la Provincia de Buenos Aires, (1877)

Combate de la Vuelta de Obligado



La flota anglo-francesa primero ocupó Montevideo, exigió la libre navegación de los ríos interiores argentinos, y se apoderó mediante su artillería de grueso calibre –sin previa declaración de guerra- de la débil escuadra de Brown, quien le escribió a Rosas: “Tal agravio demandaba imperiosamente el sacrificio de la vida con honor, y sólo la subordinación a las supremas órdenes de V.E. para evitar aglomeración de incidentes que complicasen las circunstancias, pudo resolver al que firma a arriar un pabellón que durante treinta y tres años de continuos triunfos ha sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata”. La enseña azul y blanca de los buques argentinos fue reemplazada por la francesa o inglesa, y todos sus marinos apresados. El mando de la escuadra apoderada se le otorgó al aventurero José Garibaldi.En 1845 la Confederación Argentina, gobernada por Juan Manuel de Rosas, sufrió la alevosa agresión militar de las dos principales potencias de la época: Gran Bretaña y Francia, que venían cebadas de sendas apropiaciones coloniales en China y Argelia. Contaban con el apoyo explícito del bando unitario emigrado a Montevideo y el de Fructuoso Rivera, que había derrocado en esa ciudad al gobierno legítimo de Oribe. Este, a su vez, sitiaba la ciudad por tierra y, desde hacía meses, por el río lo hacía la flota del viejo y glorioso almirante Brown. Los europeos también especulaban con el apoyo eficaz del Imperio del Brasil, interesado en la Mesopotamia y en la Banda Oriental. Por su parte, los Estados Unidos de Norteamérica, que ya habían proclamado la doctrina Monroe, la dejaron de lado para otras oportunidades más propicias: estaban demasiado ocupados en la anexión del estado mejicano de Texas.
Después de recurrir a la última ratio, las potencias imperiales se dispusieron a internar el Paraná y el Uruguay, declararon el bloqueo de todos los puertos, apresaron los barcos mercantes y se prepararon a ocupar los puntos dominantes del litoral argentino. La unidad de Garibaldi cañoneó, incendió, arruinó, tomó por asalto y saqueó la Colonia del Sacramento, luego tomó la isla Martín García, por el río Uruguay atacó al pueblo puramente comercial y desguarnecido de Gualeguaychú, saqueándolo durante dos días, a Paysandú, donde fueron rechazados, igual que en Concordia.
Pero a pesar de los atropellos, depredaciones y crueldades, la intervención no podía ocupar los puntos guarnecidos regularmente por la Confederación. Es así que las potencias resolvieron que sus escuadras combinadas forzasen a cañonazos el paso del Paraná hasta llegar y tomar a Corrientes, a fin de dominar ese gran río. Hasta entonces sólo se habían producido actos de fuerza para intimidar al gobernante nativo, método con el que en otros países habían obtenido amplias concesiones. Pero aquí y ahora, iba a comenzar la verdadera guerra.
Salvo el puñado de doctores emigrados, todo el país acompañó a Rosas en la lucha donde se comprometía la honra y la integridad nacional. Los gobernadores, las legislaturas del interior, los héroes militares de las campañas por la independencia, los hombres principales y acaudalados, los gauchos que podían manejar un fusil, los representantes diplomáticos acreditados en Buenos Aires, todos ratificaron de un modo inequívoco ese apoyo. Igual que la prensa de toda América y la de la propia Europa.
El brigadier general don Juan Manuel de Rosas se convirtió así en el representante armado de la independencia que alcanzaron con tanto sacrificio las naciones sudamericanas, y del principio republicano que miraban con desprecio las monarquías signatarias de la Santa Alianza. Era el consenso unánime manifestado de un modo elocuente el que así lo comprendía en toda la nación y en toda la patria grande. Era la bandera del río del Juramento y de los Andes que tremolaba en manos de los mismos que se habían batido en Salta, Chacabuco, Maipú y Lima. Era el padre de la patria, el Libertador don José de San Martín, ofreciendo sus servicios a Rosas, en defensa de la independencia amenazada. Y para que ningún eco de gloria faltase en ese concierto del patriotismo y del honor, la lira del autor del himno nacional llamaba así al sentimiento generoso de los argentinos:
Se interpone ambicioso el extranjero,
su ley pretende al argentino dar,
y abusa de sus naves superiores
para hollar nuestra patria y su bandera,
y fuerzas sobre fuerzas aglomera
que avisan la intención de conquistar.

Morir antes, heroicos argentinos,
que de la libertad caiga este templo:
¡daremos a la América alto ejemplo
que enseñe a defender la libertad!

[...]
(Vicente López y Planes, Oda patriótica federal recitada en el teatro de la Victoria la noche del 5 de noviembre de 1845).
En la costa norte de Buenos Aires, a unos 160 kilómetros de la Capital, poco más allá de San Pedro, el río Paraná forma un recodo que se conoce como la Vuelta de Obligado. A esa altura el río tiene unos setecientos metros de ancho, y por ahí debía pasar necesariamente la flota extranjera para llegar a Corrientes. En ese lugar levantó sus principales baterías el general Lucio Mansilla, jefe del departamento del Norte, miliciano de la reconquista con Liniers, oficial de la campaña oriental con Artigas, comandante del ejército de los Andes con San Martín, de Maipú y la campaña del sur de Chile con Las Heras, héroe de la guerra con Brasil, un probado veterano de la Independencia con dotes singulares para sacar ventajas de cualquier situación de armas.
Sin embargo, carecía de los recursos naturales para desenvolver esas cualidades: es el momento en que el águila enjaulada tiende inútilmente sus alas y devora el espacio con los ojos. Hizo lo que pudo para conseguir esos recursos –municiones de artillería e infantería para las dotaciones completas-, pero éstos nunca llegaron. Mucho patriotismo y pocas municiones.
Mansilla montó cuatro baterías en la costa firme: la denominada Restaurador Rosas mandada por Alvaro Alzogaray, la General Brown por Eduardo Brown, el hijo del almirante, la General Mansilla por Felipe Palacios, y la Manuelita por Juan Bautista Thorne. Eran servidas por un total de ciento sesenta artilleros y otros sesenta de reserva, parapetados tras merlones de tierra pisada entre cajones. Guarnecían las cuatro baterías quinientos milicianos de infantería al mando de Ramón Rodríguez y otra cantidad similar, con varios cañones, en los espacios entre ellas. De reserva, apostados en un monte, seiscientos infantes y dos escuadrones de caballería al mando de José Cortina. Detrás de ellos, unos trescientos vecinos de San Pedro, Baradero, San Antonio de Areco y San Nicolás, reunidos a último momento. La custodia del general, setenta hombres al mando de Cruz Cañete.
En la orilla, en un mogote aislado, estaban apoyadas unas anclas, a las que se asieron tres gruesas cadenas que atravesaban el río hasta la orilla opuesta, donde quedaron sujetadas a un bergantín armado con seis cañones al mando de Tomás Craig, estribor con frente al enemigo. Las cadenas se corrían sobre las proas, cubiertas y popas de veinticuatro buques desmantelados, hundidos y fondeados en línea. Con esto se propuso Mansilla mostrar a los anglo-franceses que el pasaje del río no era libre, y obligarlos a batirse si intentaban pasarlo.
La flota enemiga fondeó dos millas más abajo y durante dos días ambas fuerzas hicieron reconocimientos e intercambiaron algunos disparos de cañón. A las ocho y media de la mañana del 20 de noviembre de 1845 avanzaron sobre las baterías de Obligado once buques enemigos con noventa y nueve cañones de grueso calibre, de los cuales treinta y cinco eran Paixhans, de bala con espoleta y explosivos, acreditados por los estragos que habían hecho en los bombardeos de Méjico. Media hora después rompieron sus fuegos. La banda del batallón Patricios hizo oír el himno nacional. Mansilla, de pie sobre el merlón de la batería Restaurador Rosas invitó a los soldados a dar el tradicional grito de ¡viva la patria! Y a su voz arrogante y entusiasta, el cañón de la patria lo ilumina con sus primeros fogonazos. Otra media hora después y el combate se generaliza, entrando todos los buques en acción. Los pechos de los soldados argentinos sienten por primera vez la lluvia de bala y metralla, pero sin embargo las baterías de tierra ponen fuera de combate dos bergantines ingleses.
Al mediodía Mansilla comunica a Rosas que el enemigo no ha podido acercarse a la línea de atajo, pero que dada su superioridad, cree que lo harán, porque a él le faltan las municiones para impedirlo. Efectivamente, pocos minutos después el capitán Tomás Craig, comandante del bergantín argentino Republicano, que sostenía esa línea de atajo, quema su último cartucho. Cuando pide más municiones a tierra y le responden que ya no hay, hace volar su buque para no entregárselo al enemigo, y va con sus soldados a tomar el puesto de honor en las baterías de la derecha. Los buques de la alianza imperial avanzan hasta la línea de atajo, sufriendo todos los fuegos de las baterías. Como un volcán arrojando serpientes de fuego en todas direcciones, el agua cubierta de nubes de pólvora quemada, entre estrépitos de muerte, el Paraná se convierte en un infierno.  
En lugar prominente de este cuadro está Mansilla; y su esfuerzo prodigioso, y su vida que respeta la metralla, y su espíritu, pendiente de una probabilidad halagüeña, concentrados en ese punto del río Paraná, donde se juegan el derecho y la honra de la patria que él defiende. Hay un momento en que esa probabilidad parece sonreírle: es cuando los cañones de las baterías hacen retroceder algunos buques, ponen fuera de combate algún otro y apagan los fuegos de varios cañones enemigos. Pero simultáneamente una lancha con un contingente inglés logra cortar las cadenas y hacer pasar del otro lado algunos buques.
A las cuatro de la tarde Alzogaray, con casi todos sus artilleros muertos, quema en su cañón el último cartucho. La batería de Thorne es un castillo incendiado. Allí se sienten las convulsiones estupendas del huracán que ilumina con sus rayos una vez más la vida y que a poco fulmina la muerte entre sus ondas. El estampido del cañón sacude la robusta organización del veterano de Brown. El mismo Thorne dirige las balsas y los cañones, que hacen estragos al enemigo. Se fractura un brazo y se golpea la cabeza, de tal manera que perderá el oído para siempre. Desde entonces sus viejos compañeros le llamarán el sordo de Obligado.
Después de ocho horas de bombardeo incesante, los patriotas se quedan completamente sin municiones. Mientras los cañones de los buques enemigos siguen disparando, se lanza la infantería de desembarco sobre las diezmadas fuerzas argentinas. Mansilla se pone a la cabeza y manda calar bayonetas. Al adelantarse, es derribado por la metalla en el estómago y queda fuera de combate. El coronel Ramón Rodríguez lleva otra carga con los Patricios y repele al enemigo; pero éste finalmente logra controlar el campo. Los europeos contaron ciento cincuenta bajas en la Vuelta de Obligado y sus mejores buques quedaron bastante averiados. Los argentinos sufrieron seiscientos cincuenta hombres fuera de combate y perdieron dieciocho cañones. Durante casi ocho horas, no se dejó de hacer fuego de parte a parte. Fue un brillante hecho de armas para ambos bandos.
La victoria que alcanzaron los anglo-franceses resultó pírrica; quizás confiaron demasiado en lo que aseguraban los emigrados unitarios, su prensa y sus libros: que ante su presencia en las costas, los pueblos “sacudirían el yugo de Rosas y harían causa común con ellos”. Forzaron el pasaje del río y tal vez podrían dominarlo, pero supieron que no podrían avanzar tierra adentro, ya que se sublevarían contra ellos todas las fibras de un pueblo viril atacado en sus hogares.
El desengaño de los aliados fue tan grande, como impotente de ahí en más la prédica de los emigrados. Y después de Obligado, todos en la Confederación se pusieron sin reservas al servicio de la patria y de los principios que Rosas sostenía, ancianos de las luchas de la Independencia, gauchos viejos de la edad de oro, opositores y muchos unitarios conspicuos, como el coronel Martiniano Chilavert, el artillero más científico de la época. Pero además en toda América y en Europa se consideró a Rosas como el único jefe americano que había resistido las violencias y agresiones de las dos mayores potencias mundiales. Desde entonces será llamado “el grande hombre de la América”.
Es que en un recodo del Paraná, un 20 de noviembre de 1845, la entereza del general Lucio Mansilla, rigiendo el sentimiento nacional, en lucha desigual con los poderes más fuertes de la Tierra, supo grabar con sangre que no se borra los derechos indestructibles del honor y de la gloria de la nación. Por eso se ha instituido al 20 de noviembre como el Día de la Soberanía.
El combate de la Vuelta de Obligado se difundió, en ese momento, por todo el mundo, y ni siquiera los más acérrimos atacantes de Rosas, en Europa, pudieron dejar de elogiar el valeroso proceder de Mansilla y sus hombres. San Martín comentaría en Francia “… los interventores habrán visto.., que los argentinos no son empanadas que se comen sin más trabajo que abrir la boca”. 
En nuestro Museo de Historia Nacional hay una bandera que tomada por los ingleses en la Batalla de Obligado, fue devuelta a la Nación. Pero la historia de esta devolución es tan emotiva como desconocida y esta nota lo que pretende es narrarla no con el fervor que cualquier argentino desearía, sino con un documento que 40 años más tarde, escribiera uno de los Comandantes de la Fuerza Invasora el Almirante Sullivan, el que el 26 de octubre de 1883, – ya anciano – se presentó al Consulado Argentino en Londres para devolver una Gran Bandera Argentina.
El documento expresaba: “En la batalla de Obligado en el Paraná el 20 de octubre de 1845 un oficial que mandaba la batería principal (era la Manuelita) causó la admiración de los oficiales ingleses que estábamos más cerca de él, por la manera con que animaba a sus hombres y los mantenía al pie de los cañones durante un fuerte fuego cruzado bajo el cual esa batería estaba expuesta. Por más de 6 horas expuso su cuerpo entero. Por prisioneros heridos supimos después que era el Coronel Ramón Rodríguez del Regimiento de Patricios de Buenos Aires.
Cuando los artilleros fueron muertos, hizo maniobrar los cañones con los soldados de infantería y él mismo ponía la puntería. Cuando el combate estuvo terminado habían perdido 500 hombres entre muertos y heridos de los 800 que él comandaba. Cuando nuestras fuerzas desembarcaron a la tarde y tomaron la batería, con los restos de su fuerza se puso a retaguardia, bajo el fuego cruzado de todos los buques que estaban detrás de la batería, defendiéndola con armas blancas. La bandera de la batería fue arriada por uno de los hombres de mi mando y me fue dada por el oficial inglés de mayor rango. Al ser arriada cayó sobre algunos cuerpos de los caídos y fue manchada con su sangre.
Quiero restituir al Coronel Rodríguez si vive, o sino al Regimiento de Patricios de Buenos Aires si aún existe la bandera bajo la cual y en noble defensa de su Patria cayeran tantos de los que en aquella época lo componían. Si el Coronel Rodríguez ha muerto y si el Regimiento de Patricios no existe, yo pediría que cualquiera de los miembros sobrevivientes de su familia que la acepten en recuerdo suyo y de las muy bravas conductas de él, de sus oficiales y de sus soldados en Obligado. Los que luchamos contra él y habíamos presenciado su abnegación y bravura tuvimos grande y sincero placer al saber que habían salido ileso hasta el fin de la acción”.
Después de Obligado 
Después de la cruenta acción de Obligado, tras los barcos de guerra esperaba en el Ibicuy un convoy compuesto de 92 mercantes, de los cuales solo 50 siguieron la navegación rumbo al norte; el resto, visto los riesgos del viaje,  prefirió regresar a Montevideo.  Al pasar frente a Obligado, fueron nuevamente atacados por una artillería volante dirigida hábilmente por Thorne, que provocó daños de consideración en la mayoría de las unidades.  Lo mismo cuando trataban de pasar frente a las barrancas de Tonelero y Acevedo; ya restablecido, el propio Mansilla dirigió aquí la ofensiva, haciendo certero blanco en los buques de guerra que iban a la vanguardia. 
El río es ancho en ese paraje, y pudo eludirse sin mayores problemas el ataque argentino. Pero nuestros defensores se desplazan con increíble agilidad, neutralizando con bravura las ventajas materiales del adversario.  En San Lorenzo, a la vera del campo histórico del primer combate de San Martín en América, disimuladas entre altas malezas sobre el río, ubicó Mansilla sus baterías, dispuesto a acosar hasta el escarmiento a los intrusos. Al paso de las naves mercantes se iza de improviso la bandera argentina y todas nuestras piezas disparan simultáneamente un fuego que sembró pánico en el río y una confusión tremenda, dando unos barcos contra otros, “sin que apenas un solo buque saliera sin recibir un balazo”, según informa Inglefield al almirantazgo.  Perdieron los aliados cincuenta hombres y dos más de sus navíos de guerra, el “Dolphin” y el “Expeditive”, resultaron muy seriamente dañados. 
Al fin llegaron a Corrientes, única provincia cuyo gobierno no respondía a Buenos Aires.  Esperaban poder vender la carga que transportaban las naves mercantes, pero la guerra había sumido en una gran pobreza a los pueblos del interior, de modo que el aspecto comercial se vio signado por un rotundo fracaso.  Y había que volver a desandar el río, cosa que preocupaba seriamente a los otrora orgullosos marinos.  Resolvieron pedir refuerzos a Montevideo.  A ese efecto despacharon al “Gorgón”, pero no pudo pasar por el Tonelero.  Después de tratar de sostener el nutrido fuego que se le hacía desde tierra, tuvo que regresar y refugiarse averiado en Esquina.  Nuestros artilleros, con una habilidad increíble, atando sus baterías a la cincha de fuertes caballos, seguían a las naves del enemigo, que casi no podía creer en semejante asedio.  
Los refuerzos pedidos no llegaban, y la escuadra anglo-francesa, tan castigada ya, no se atrevía a emprender el regreso sin el auxilio de otras naves de apoyo.  Se despachó entonces la corbeta “Philomel”, atacada también en el camino, pero que logró llegar a destino.  Desde Montevideo zarpan entonces los vapores ingleses “Harpa” y “Lizard”.  Pero en el Quebracho, el “Lizard” quedó tan descalabrado que –prácticamente- no serviría ya de protección. En el parte correspondiente, el teniente Tylden dice que “el enemigo volteó nuestra pieza del castillo de proa, y su terrible fuego de metralla, que cribó el barco de proa a popa, me obligó a ordenar a oficiales y tripulación que bajasen”.  También hubo de refugiarse en Esquina. Había recibido 35 balas de cañón. 
Medio año pasó desde la acción de la Vuelta de Obligado, hasta que, después de muchas indecisiones y de grandes pérdidas, el convoy extranjero se atreve a regresar: 40 barcos mercantes y 12 de guerra, aunque dos de ellos, por lo menos, fuera de combate. 
El honor correspondió esta vez al Quebracho: fue donde se libró un encuentro definitivo.  Allí instaló Mansilla diecisiete cañones, mientras 600 soldados de infantería respaldaban esa fuerza contra un eventual desembarco, más de 150 carabineros, complementados con piquetes del batallón de Patricios, al mando del mayor Virto; en el centro, Thorne mandaba dos baterías y dos compañías de infantería, y hacia el otro extremo el batallón Santa Coloma, al mando de este jefe.  Cuando los buques de guerra enfilaron a las baterías de la Confederación, el general Mansilla, después de gritar “¡Viva la soberana independencia argentina!”, dio la orden de fuego.  El enemigo pretendía defender el paso de los buques mercantes, entreteniendo a nuestras baterías, pero fracasó en su propósito.  
La altura en que se encontraban los cañones criollos los hizo inaccesibles para la pesada artillería aliada; en cambio, el desconcierto en el río no pudo ser mayor.  Algunos barcos vararon, en su tentativa de huir, y todos sufrieron las implacables descargas de nuestras piezas.  El teniente Proctor, en su comunicado el capitán Hotham, le dice así: “El fuego fue sostenido con gran determinación; fuimos perseguidos por artillería volante y considerable número de tropas que cubrían las márgenes haciendo un vivo fuego de fusilería.  El “Harpy” está bastante destruido: tiene muchos balazos en el casco, chimeneas y cofas”.  Hotham, a su vez, acompañando la nómina de muertos y heridos ingleses y franceses en el Quebracho, confiesa al final, sobriamente: “Los buques han sufrido mucho”.  Pero el regreso del convoy, maltrecho, disminuido (en El Quebracho se perdieron muchos barcos, incendiados, varados, hundidos), provocó sordo malestar en los comerciantes de Montevideo, que se prometían pingües utilidades con transacciones de gran volumen. 
Fuente
Montero, Héctor – 20 de Noviembre.
Portal www.revisionistas.com.ar
Saldías, Adolfo – Investigación Histórica.
Sidoli, Osvaldo Carlos – Las naves argentinas que participaron del combate de la Vuelta de Obligado.

Segunda fundación de Buenos Aires


Segunda fundación de Buenos Aires por Juan de Garay - 11 de junio de 1580


Luego de la exploración del Río de la Plata, transcurrió un período de cuatro años donde no se realizaron más hallazgos hasta que ese río recobró valor al considerárselo una posible vía para llegar al Perú, donde Pizarro había descubierto enormes riquezas. Para ello, el emperador Carlos V, envió una expedición al mando de Pedro de Mendoza, que comenzó sus preparativos en el año 1532, y en 1534, el 21 de mayo firmó la capitulación con el rey Carlos I por la cual se lo nombraba Adelantado, Gobernador, Capitán General y Justicia Mayor del Río de la Plata o Nueva Andalucía. Entre sus deberes figuraban, hacerse cargo de los gastos de la expedición, explorar el Río de la Plata e internarse hasta hallar los dominios del Rey Blanco. Para apoyar su autoridad, debía fundar tres fuertes de piedra. Pedro de Mendoza fue el primer Adelantado en el Río de la Plata.

Con algo más de 1.500 hombres y 14 naves, arribó a la Boca del Riachuelo, a fines de enero de 1536, lugar que consideró reunía las cualidades para ser puerto. El 3 de febrero se levantó el fuerte que no pudo ser hecho de piedra, ya que nos las había en el lugar. Santa María de los Buenos Aires, fue erigida en una altura, donde actualmente se halla el parque Lezama, protegida con zanjas. Eran chozas de barro y paja, y tapias de tierra apisonada. La expedición había partido con víveres pero no fueron suficientes, ya que era imposible reabastecerse. Los indios del lugar eran sumamente hostiles. Para ello, envió a una de sus naves, la Santa Catalina a Brasil y a Juan de Ayolas a remontar el Paraná con tres naves y 250 hombres. Muchos de ellos murieron en la travesía, los que volvieron, trajeron algunas provisiones.

Los indios querandíes se ensañaron ferozmente contra los conquistadores. Ayolas levantó en las orillas del Paraná, cuando partió para buscar provisiones, el fuerte de Corpus Christi, el 15 de junio de 1536, y hacia allí se trasladó Pedro de Mendoza, dejando como gobernador interino en Buenos Aires, a Francisco Ruiz de Galán.

Cerca del fuerte de Corpus Christi, Mendoza fundó el de Buena Esperanza. Luego volvió enfermo a Buenos Aires y decidió retornar a España, pero falleció en alta mar en junio de 1537. Como Ayolas, su lugarteniente, había sido encomendado a remontar el Paraná para buscar las tierras del rey Blanco, desde donde nunca volvió al ser muerto por los indios, el fuerte de Buenos Aires quedó en manos de Francisco Ruiz de Galán.

Por Real cédula de 1537, se autorizaba a elegir Gobernador del Río de la Plata por mayoría de votos, si Mendoza no hubiera elegido lugarteniente. Como Mendoza, había designado a Ayolas y éste a u vez, había nombrado a Domingo Martínez de Irala, éste fue reconocido como gobernador y decidió despoblar el inseguro territorio del Río de la Plata, para trasladar a las personas al puerto de Asunción. A mediados de 1541, se concretó el traslado.

Desde la despoblación de Buenos Aires, los habitantes habían manifestado el anhelo de fundar una ciudad sobre las márgenes del Río Paraná. La situación de aislamiento de Asunción, hacía que los productos que llegaban desde España debieran recorrer un largo trayecto en dos etapas. Primero de Panamá a Lima, y luego de Lima a Asunción. Así, Juan de Garay, que había llegado a Asunción desde el Alto Perú en 1568, fundó Santa Fe, en su margen derecha, junta al río San Javier, a mitad de camino entre Asunción y el Río de la Plata. Nombrado Garay, gobernador interino, en ausencia del gobernador Torres de Vera y Aragón, se preocupó por realizar la segunda fundación de Buenos Aires, donde Mendoza había erigido el puerto de Buenos Aires, para continuar su propósito de “abrir puertas a la tierra”, estableciendo una ruta por el Atlántico.

Cuando se despobló Buenos Aires en 1541, hubo abandono de caballos y yeguas, los que naturalmente se multiplicaron. La apropiación de estos equinos, más la asignación de tierras aptas para el cultivo e indios para encomiendas, fue lo ofrecido para quienes estuvieran dispuestos a colaborar en la fundación. Se presentaron sesenta pobladores, que arribaron desde Asunción.

Con sogas se realizó el trazado de la ciudad, un poco más al norte que la de Mendoza, cuya fundación se concretó el 11 de junio de 1580, bajo el nombre de Trinidad y Puerto de Santa María de los Buenos Aires. En el mismo acto se designó a los regidores del Cabildo. La ciudad se fundó en nombre el rey Felipe, del adelantado difunto Don Juan Ortiz de Zárate y del licenciado Juan Torre de Vera y Aragón, su sucesor.
La ciudad fue diseñada de acuerdo a las Ordenanzas de Población de las Leyes de Indias de Felipe II, del año 1573.

La forma de la ciudad era rectangular, dividida como un tablero de ajedrez. Contaba con cincuenta manzanas, cuarenta y seis urbanas y las restantes destinadas a huertas. Las manzanas urbanas se dividían en cuatro solares, salvo las que se hallaban destinaban al Fuerte, a la Plaza Mayor, al Hospital San Martín de Tours y a los conventos.

Buenos Aires nació como puerto y pronto el nombre de la ciudad, Trinidad, fue olvidado, y comenzó a ser llamada por el nombre de su puerto: Buenos Aires.  En 1583, Garay fue muerto por los indios.

Fuente
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado.
Portal www.revisionistas.com.ar

Primera fundación de Buenos Aires 


2 de Febrero de 1536 - Primera fundación de Buenos Aires
Por lo que toca a la ubicación de la primera Buenos Aires, establecida, en febrero de 1536, por Pedro de Mendoza, se han escogido tres lugares diversos: 1) La Vuelta de Rocha, sobre la margen izquierda del Riachuelo, y muy cerca de la actual desembocadura del mismo; 2) El llamado Alto de San Pedro, que es la zona alta del barrio de San Telmo, o cruce de las calles Humberto 1º y Balcarce, y 3) En Retiro, sobre las barrancas de la Plaza San Martín que dan a la Plaza Fuerza Aérea Argentina (1).
Esta postrera teoría, sostenida débilmente por Carlos Roberts, nunca llegó a contar con adeptos; la de la Vuelta de Rocha fue la preferida, hasta casi mediados del siglo pasado; la que ubica la primitiva Buenos Aires, en el Alto de San Pedro, en las vecindades del Parque Lezama, es la opinión o teoría prevalente (2).
Creemos, sin embargo, que ninguna de estas tres ubicaciones se aviene con un hecho que consideramos fundamental para acertar con la ubicación de aquella primera Buenos Aires y el hecho, a que nos referimos, está en perfecta armonía con cuanto nos dicen los cronistas: los habitantes de aquella primera Buenos Aires perecieron de hambre, por no contar con los necesarios alimentos.
Ya de entrada, rechazamos como espúreas las tan conocidas láminas que, desde fines del siglo XVI, acompañan el libro de Ulrich Schmidl, y en particular la que lleva el título de “Bonas Aeres – Río della plata oder parana”, (3) en la que aparece la ciudad a orillas del Río de la Plata, y junto a ella, a pocos metros de la muralla, se encuentran cinco canoas de factura europea. Claro está que nada de eso nos lleva a calificar de espúrea esta lámina, pero la inmensa casona que se ve en primer plano, y que era sin duda la destinada a Pedro de Mendoza, es una pura fantasía del dibujante alemán que ilustró el libro del soldado bávaro. Además de la planta baja, con la gran puerta de entrada, hay otros dos pisos con cuatro ventanas sobre la fachada y tres a los costados, y por encima de estos tres pisos, hay un amplio desván con ventanillas a cada lado. Aquello es un hermoso palacete, que podría estar en Frankfurt-am-Mein, en Dortmund o en München, pero no en aquella efímera y famélica Buenos Aires de 1536. El anónimo ilustrador de Schmidl hojeó el volumen, que debía valorar con visiones gráficas de los hechos referidos en el mismo, pero lo hizo sin analizarlos mayormente, de donde sus errores, coincidentes éstos con los de los tantos historiadores que, después de él, se han ocupado de la obra de Schmidl (4).
El hecho cierto
Cierto es que, asentados los españoles en aquella primera Buenos Aires, les fue imposible proveerse de los necesarios alimentos, y a las pocas semanas de estar allí, el hambre los comenzó a atenacear, hasta amenazar acabar con todos ellos y con la población misma.“La gente – nos dice Schmidl- no tenía que comer, y se moría de hambre, y padecía gran escasez, fue tal la pena y el desastre del hambre, que no bastaron ni ratas ni ratones, víboras ni otras sabandijas; también los zapatos y cueros todo tuvo que ser comido”(5). El último cronista, testigo presencial de los sucesos, relata el conocido episodio de los dos ajusticiados, nos dice que “en la misma noche, por parte de los españoles, ellos han cortado los muslos y otros pedazos de carne del cuerpo, y (los han) comido” (6).
Ni se crea que Scmidl fantaseó, ya que Francisco de Villalta, desconocedor del libro de éste, pero conocedor de la tradición, escribió pocos años después en una de sus cartas que: “era tanta la necesidad y el hambre que pasaban (los hombres de Pedro de Mendoza) que era espanto, pues unos tenían a su compañero muerto tres o cuatro días, y tomaban la ración por no poder pasar la vida” (7), y otro de aquellos primeros cronistas, el versificador Villafañe, después de referir actos de crudo canibalismo, nos dice, con referencia a los soldados españoles, que “unos se hallan tirados tras los fuegos, por los humos y las cenizas ciegos, y otros tartamudeando, y no fueron pocos los que morían mudos y rabiando”. (8)
¿Cómo es posible explicar este hecho innegable, si la ciudad de Buenos Aires estaba a la vera del Río de la Plata?, si estuviera allí ¿qué les costaba a los moradores de la misma caminar unos metros, tal vez sólo dos o tres, y pescar cuanto les fuera necesario para su alimentación? El no haberse valido de la pesca ¿no es elemento elocuentísimo de que la población estaba en un punto alejado del Río de la Plata?
El Río de la Plata sin peces
Hay una solución fácil, pero sin un adarme de fundamento, ni histórico, ni geográfico, y es el decir que entonces no había pescado en el Río de la Plata. Este carecía de pesca. Aunque parezca inconcebible, modernamente se ha alegado esta causal y se ha escrito lo que sigue: “Santa María de los Buenos Aires (se fundó) en la tierra pobre de los Querandíes, que no aceptaron servidumbre. Río sin peces, pampa desolada y sin frutos… y un hambre como la de Jerusalem, que llevó sin exageración al canibalismo” (9).
Ninguna seriedad hay en estas frases (10). El mismo Schmidel refiere como en una ocasión, llegó él a las orillas del Río de la Plata, y vio que eran “buenas aguas de pescar”, y nos dice también que los indios tenían “Mucho pescado y harina de pescado, también manteca de pescado” (11). En los primeros decenios del siglo XVII, escribió Vásquez de Espinoza que el Río de la Plata era“abundantísimo de pescado” y había “sábalos, dorados, pacús redondos y chatos, a manera de raya, surubí largo y puntiagudo como agujas, sin escamas, patís que es como cazón, sin escamas, menudos, en tanta abundancia que con un poco de tocino, a la luna, se recogía grandísima cantidad, el cual es muy sano, remedio de muchos pobres”. (12)
Nada en absoluto nos autoriza a opinar que en 1536 estaba tan falto de pescado el Río de la Plata, que los hombres que vivían junto a sus aguas morían de hambre por no haber pesca, ni siquiera algunos “Pliscostomus Commernif”, hoy tan despreciados por las gentes, que los llaman “viejas del agua”. A aquellos hambrientos les habría satisfecho, tanto o más que el surubí, el dorado o la raya, y no tan sólo en el Río de la Plata, sino también en los ríos del Tucumán, había mayor abundancia de peces en el siglo XVI, que en siglo XX, pues Sotelo Narváez nos informa que esos cursos de agua eran abundantes en pesca y “tenían sábalos y otros géneros, y éstos en abundancia”. (13)
Lógica por demás infantil la que, partiendo de un hecho que no era “cierto” llegar a negar que había habido pesca en el Río de la Plata a fin de explicar la terrible hambre que afligió a la población, en vez de examinar ese hecho “cierto” y comprobar que era un hecho“falso”, y para ello bastaba leer lo que escribió el mismo Schmidel. Refiere éste cómo los “susodichos Querandíes nos han traído diariamente al Real, durante catorce días, su escasez de pescado y carne, y sólo faltaron un día, en que no nos trajeron qué comer”.(14)
Pero si la población estaba a orillas del río, en la Vuelta de Rocha, en la Plaza San Martín o en el Alto de San Pedro ¿por qué habían de depender de los indios para su manutención? Decir que carecían de los necesarios aparejos de pesca, sería, tratándose de marinos y de quienes habían cruzado el océano, pescando a diario para su alimentación, una aserción tonta, tan tonta, tan sin base como el decir que no había pesca en el Río de la Plata. (15)
Sin recursos propios
Pero el hecho cierto, referido por Schmidel, es que no bien los españoles establecieron su Real y población en la Vuelta de Rocha, o en el Retiro, o en el Alto de San Pedro, o como nosotros sostenemos, en las cercanías del Puente Uriburu, recibieron la comida que les traían los indígenas, y si no contaban con esa alimentación, se quedaban en ayunas. Tal fue el caso durante catorce días, pero al cabo de ellos, y cuando los españoles habían consumido cuanto tenían de alimenticio, los indios se cansaron de proveerles de pescado, yentonces nuestro general, don Pedro de Mendoza, envió en seguida un alcalde, de nombre Juan Pavón, y con él dos peones, pues estos susodichos indios estaban a cuatro (millas o) leguas de nuestro real.
Si los indios pescadores, que sin duda tenían sus “hábitats” junto a las aguas del Río de la Plata, estaban a distancia de cuatro millas del Real, parece deducirse que dicho Real estaba también a cuatro millas de donde estaban los indios, y por consiguiente dicho Real estaba a igual distancia de donde estaba la costa del Río de la Plata, donde pescaban los susodichos Querandíes.
Como se refiere en la historia de Schmidel, el citado alcalde Pavón, lejos de ganarse las simpatías de los proveedores de antes, se malquistó con ellos, y mucho fue que en aquella ocasión salvara su vida y la de sus pocos compañeros. Cierto es que, de regreso al Real, causó alboroto con las noticias de que fue portador, alboroto que se basaba en el espectro del hambre, que habría de venir sobre los pobladores, si no obtenían pescado u otros alimentos por parte de los indios. Entonces trescientos lansquenetes con treinta caballos, “y yo en esto he estado presente”, según se expresa Schmidel, partieron a la costa del Río de la Plata, y después de espantar a los indígenas, la mayoría de los cuales fugó a sus escondites, “allí permanecimos tres días; después retornamos a nuestro Real, y dejamos unos cien hombres de nuestra gente, pues hay buenas aguas de pesca en ese mismo paraje; también hicimos pesca con las redes de ellos, para que sacaran peces, a fin de mantener la gente, pues no se debe más de seis medias onzas de harina de grasa, todos los días, y tras el tercer día se agregaba un pescado a su comida, y la pesca duró dos meses, y quien quería comer un pescado (además del que se le daba) tenía que andar las cuatro millas o leguas de camino en su busca” (16).
No se necesita ser un historiador avezado a la interpretación de viejos papeles, para colegir de estas frases, cómo aquella Buenos Aires de Pedro de Mendoza estaba a distancia de cuatro millas o leguas del Río de la Plata, y que sólo a esa distancia se podía hacer, y en efecto se hizo, abundante pesca durante dos meses, y si alguien quería comer más pescado había por su cuenta y riesgo que recorrer esas cuatro leguas o millas, que eran las que había entre la población y el Río de la Plata, en cuyas aguas había pesca abundante.
Pero, ¿cómo es posible compaginar todo esto con el hecho, que ahora se considera ciertísimo, de que la dicha población estaba en el Alto de San Pedro, a pocos metros, tal vez dos o tres, a lo más quince o veinte, de las aguas del Río de la Plata o del Paraná?
Buenos Aires se fundó sobre el Riachuelo
Fuera de la recordada lámina, que es pura superchería, no hay una sola frase de cronista alguno que nos sugiera que la Buenos Aires de Pedro de Mendoza, estaba cabe nuestro gran río o junto al mismo, o en sus inmediatas cercanías, y Juan Rivadaneyra en su Relación, que es de 1581, llama “rrio de buenos ayres” al Riachuelo, y en uno de sus mapitas consigna el “rrio de buenos ayres do tubo pueblo la gente de don Pedro”, y Fernández de Oviedo, más explícitamente, escribió que Mendoza estableció el Real “a la par de un río pequeño, que entra en el río grande”, esto es, sobre el Riachuelo que desemboca en el Río de la Plata (17).
De época muy anterior son otros documentos que manifiestan que aquella primera Buenos Aires no estuvo, ni pudo estar, en el Alto de San Pedro. Tal el de Francisco de Villalta quien, en 1556, nos informa que el fundador de la primera Buenos Aires estableció la dicha población en un punto alejado de la costa, tan alejado de ella que era “forzoso no tan solamente pescar los indios para nuestra sustentación, pero aún los cristianos”, exponiéndose éstos a perecer a manos de aquéllos, en el viaje de ida y de vuelta, y por esto“los capitanes acordaron de aconsejar a Don Pedro hiciese pueblo más debajo de donde estaba éste, que podrá haber cuatro leguas más abajo” (18).
Si todavía hoy hay quienes, al ver un plano de la ciudad de Buenos Aires, tienen la impresión de que la parte superior corresponde al Norte y la inferior corresponde al Sur, nada extraño es que Villalta, ya en 1556, incurriera en igual error: “más debajo de donde estaba éste” pueblo equivale a decir más al Sur, no más al Oriente, y señala la distancia de “cuatro leguas más abajo”, o más al Sud, lo que correspondería al punto donde debió Pedro de Mendoza de haber fundado la ciudad, esto es, en un punto cercano al Alto de San Pedro. El mismo Villalta nos informa que estaba la dicha población “en una tierra cava y empantanada”, y abundante en “mosquitos, que apenas dejaban reposar” (19). Digamos sin rebozo que es imposible compaginar todo esto, con el Alto de San Pedro, que hasta ahora ha contado con las simpatías de los historiadores.
Lo que está fuera de toda duda es que la Buenos Aires de Pedro de Mendoza estaba a cuatro millas o leguas del Río de la Plata, y también es cierto que estaba a media milla o media legua, según unos, o a un cuarto de milla o legua, según otros, del Riachuelo. Es el mismo Schmidel quien nos informa que los navíos de la Armada, “estaban surtos hasta a media milla de nuestra ciudad de Buenos Aires” y sabemos que hubo a la sazón dos núcleos de población, debidas a esa distancia, en uno de los cuales se encontraba lo principal de la población, esto es, la embrionaria ciudad de Buenos Aires, y en el otro se hallaban recalados los barcos, con los marinos carpinteros de ribera, calafateadores, etc. Confirma esta realidad el hecho de que las tres iglesias, que había en el núcleo principal fueron incendiadas por los indios, pero la que se hallaba, a media o a un cuarto de milla o de legua de distancia, para servicio de los marinos y de los que estaban donde se hallaban los barcos, no fue incendiada, pero, en una inundación, las aguas del Riachuelo la echaron abajo.
Una síntesis
En los primeros días de febrero de 1536, procedentes de la isla de San Gabriel, frente a la Colonia del Sacramento, comenzaron a llegar a nuestras costas rioplatenses las naves, trece o catorce en número, que componían la magna y lucida armada de Pedro de Mendoza, trayendo a bordo mil quinientos a mil ochocientos hombres y mujeres, entre tripulantes y viajeros. Como días antes habían llegado unos expertos y examinado nuestras costas, aquellas naves enfilaron a la desembocadura del Riachuelo que, a la sazón, se hallaba a la altura de la actual calle Viamonte y así la recorrieron de norte a sur hasta la Vuelta de Rocha, y desde ese punto tomaron el rumbo Este-Oeste, hasta llegar a lo que es en la actualidad, el Puente Uriburu (20). Al sur de éste, formaba el Riachuelo dos inmensos semicírculos o meandros casi circulares y allí dejaron a los navíos “como en una caja”, según la expresión de uno de aquellos primitivos cronistas (21). Sobre la ribera izquierda del Riachuelo y cabe el lugar donde se hallaban los barcos, se formó una reducida población de doscientas a trescientas personas, pero para el grueso de la población se buscó un lugar alto, ajeno a las posibles inundaciones del Riachuelo, y, en efecto, se eligió un solar a media milla, o algo menos, al norte del punto donde habían quedado depositados los navíos, y en ese solar, con todas las de la ley, se fundó, el día 2 de febrero de 1536, la ciudad de Buenos Aires.
Para fijar el solar elegido para nuestra ciudad hay dos datos de la mayor valía: sabemos que distaba cuatro millas del punto más cercano al Río de la Plata y sabemos que estaba a media milla, o poco menos, del fondeadero o puerto, lo que corresponde a la región comprendida entre lo que es ahora Avda. Antonio Sáenz y la calle Monteagudo, y entre la calle José C. Paz y la Avda. Caseros. Allí, sobre lo que son ahora los verdes campos de la plaza José C. Paz y los del Parque Patricios, se levantaron los galpones, donde almacenar tanta rica vajilla traída de España, y las tantas mercaderías como habían venido en los barcos, y en lo que son ahora los jardines del Hospital Policial “Bartolomé Churruca”, Hospital José M. Penna y Maternidad María M. de Mouras, debió de surgir el Cabildo, la Cárcel, la Casa del Adelantado y, en torno de estas casas reales, la de los mil quinientos moradores. Una vigorosa empalizada, de unos dos a tres mil metros de extensión o de circuito, defendía a la naciente población contra los posibles y aún probables ataques de los vecinos indígenas, aunque de facto para poco sirvieron. Tres iglesias erguían sus débiles torres por sobre aquella apretujada Buenos Aires de 1536.
Allí estaba ella, en un punto relativamente alto, ya que su cota era de 17 metros, y aunque se sabía que, con correrse unos quinientos metros más al noroeste había planicies de altura doble de la anterior, se prefirió estar cerca de los navíos, para mutua defensa y también por ser el Riachuelo la única fuente de aguas. Aún así había que andar más de setecientos metros para aprovecharse de ellas.
Cuál fue el error de Pedro de Mendoza
Con una somera idea de estas regiones, adquirida por las noticias que le habían llevado los técnicos, que desde San Gabriel había él despachado, enderezó Pedro de Mendoza sus navíos a la boca del Riachuelo, la que entonces estaba, más o menos, a la altura de la calle Viamonte, dobló hacia el sur por las aguas de dicho Riachuelo, y, al llegar donde se halla la actual boca de ese curso de agua, dobló hacia el poniente y subió hasta que, allá por lo que ahora es el Puente Uriburu, advirtió menor profundidad en las aguas, y allí estableció lo que denominó Puerto de Nuestra Señora de Santa María de Buenos Aires, y a media legua o milla o a un cuarto de legua o milla al norte del Riachuelo, estableció el Real o asiento militar, o la fracasada ciudad de Buenos Aires.
Es posible que hubiese elegido ese sitio alejado de la costa, ya para evitar sorpresas por parte de posibles piratas, o “insultos”, como entonces se decía, por parte de alguna expedición de portugueses, quienes consideraban lusitanas esas regiones; también es posible que se ubicara allí para no tener roces con los indígenas que, en número de unos cuatro mil, conforme nos dice Schmidel, ocupaban la región, esto es la costera, donde había agua potable y abundante pescado. Estimaba Pedro de Mendoza que establecidos provisoriamente tierra adentro, sobre el curso del Riachuelo, a nadie molestarían y de nadie serían molestados, y que en breve serían dueños de estas regiones.
Pensó, claro está en la alimentación de la gente, pero a la vista de inmensos campos con abundantes ciervos, gamos, avestruces, nutrias, armadillos, y con abundantes volátiles, y cabe el llamado Río de los Navíos, en el que no faltaría algún pescado, creyeron contar con los suficientes medios de subsistencia, pero falló en sus cálculos, ya que según parece había escasa o ninguna pesca en el Riachuelo, y mientras tuvieron caballos, y los indios les eran amigos, pudieron perseguir y cazar los ciervos y los avestruces, pero les fueron faltando los caballos, y los animales cazables se fueron retirando de aquellos campos, o llevados por el instinto de conservación o a impulsos de los indios, que miraban por la subsistencia de esos animales, que ayudaban a la de ellos. Lo cierto es que dependieron de los indios para su alimentación, y aunque éstos les llevaron lo suficiente durante los primeros catorce días, después se negaron a proveerles, y acaeció lo que fue el principio del fin.
En conclusión:
1) La primitiva Buenos Aires, la fundada por Pedro de Mendoza, no estuvo sobre el Río de la Plata.
2) Toda la documentación nos dice que se estableció tierra adentro, bastante lejos del Río de la Pata.
3) Según Schmidel, estuvo ubicada a distancia de cuatro millas del Río de la Plata, y a media, o a un cuarto de milla al norte del Riachuelo.
4) De acuerdo al conjunto de noticias que nos han dejado los cronistas, así los de la primera como los de la segunda hora, aquella Buenos Aires estuvo Riachuelo arriba, y dentro de lo que es el actual perímetro de la actual ciudad de Buenos Aires, en la parte sur de la misma, pero sobre la ribera izquierda o norte de dicho Riachuelo, en un punto cercano a lo que es ahora Puente Uriburu y Parque de los Patricios.
Referencias
(1) Cf. Enrique de Gandía, Crónica del magnífico Adelantado don Pedro de Mendoza, Buenos Aires 1936, de la que es un extracto; Primera fundación de Buenos Aires, en Historia de la Nación Argentina, III, Buenos Aires 1961, 110-145, y la abundante bibliografía que consigna sobre el tema, p. 153.
(2) Recuerda Gandía cómo Eduardo Madero y Paul Groussac situaron la primitiva Buenos Aires en la actual Vuelta de Rocha, fundados en lo que dijo Ruiz Díaz de Guzmán, que Mendoza metió sus naves en el Riachuelo “del cual media legua arriba fundó una población que puso por nombre Santa María” (p.141) y recuerda después (p. 143) cómo “el señor Aníbal Cardoso situó con acierto la fundación en lo alto de la meseta y estuvo cerca de la verdad al señalarla en la orilla izquierda del zanjón de Granados, a unos pocos centenares del Alto de San Pedro”. La teoría de Roberts “según la cual Buenos Aires se habría levantado en la barranca de la actual Plaza de Retiro, diremos que en apariencia no se juzga inaceptable porque se basa en el hecho de medir la media legua señalada por Guzmán desde el Alto de San Pedro, boca norte del Riachuelo, “hacia arriba”, es decir, hacia el norte, lo cual llevaría correctamente la fundación al Retiro”.
(3) En la edición latina de 1599, Vera historia, que es traducción de la edición alemana de 1567, esta lámina se halla entre pp. 22 y 23, y ha sido reproducida en incontables ocasiones. Lafone y Quevedo, Ulrich Schmidel, Viaje al Río de la Plata (1534-1554), Buenos Aires (1903), la reproduce en la p. 150.
(4) Ulrico Schmidel, Ed. Lafone, pp.151-152. Conviene no olvidar que la obra de Schmidel ha llegado a nosotros con variantes sensibles por proceder las diversas ediciones de manuscritos diversos, siendo, según parece, el autógrafo, terminado en 1534, del que se valió el doctor Mondschein en 1893 para la edición que publicó en ese año. A esta edición responde la versión de Wernicke. La latina de 1599 está hecha a base de una copia lateral, con no pocas variantes. Lafone se valió de la edición Langmantel, de 1889, que se basa en otras dos copias, diversas de la antes citada.
(5) Ulrich Schmidel, Ed.Wernicke, Buenos Aires (1944), p. 40. Sobre lo que fue el hambre en aquella Buenos Aires de Mendoza, véase Ernesto J. Fitte, Hombre y desnudeces en la Conquista del Río de la Plata, Buenos Aires, 1963, pp. 91-180
(6) Ulrich Schmidel, Ed. Lafone y Quevedo, p.152.
(7) Esta carta de Villalta está reproducida entre los apéndices, pp. 303-324, de la mencionada edición de Schmidel, realizada por Lafone y Quevedo.
(8) Se han ocupado de Miranda de Villafañe y reeditado en todo, o en parte, su composición política, Enrique Peña, El padre Luis de Miranda, en Revista de Derecho, Historia y Letras, Buenos Aires, t. XXIV, 1906, pp. 514-518, también José Torre Revello, El clérigo Luis de Miranda de Villafañe, en La Prensa, de Buenos Aires, 26 de febrero de 1936, y Enrique de Gandía, Luis de Miranda, primer poeta del Río de la Plata, Buenos Aires (1936).
(9) Relación varia de Hechos, Hombres y cosas de estas Indias Occidentales, Selección y notas de Alberto M. Salas y Andrés Ramón Vázquez. Prólogo de Gonzalo Losada. Editorial Losada, Buenos Aires (1963), p. 55.
(10) Según la traducción de Wernicke hay buenas aguas de pesca en ese mismo paraje” (p. 40) y según la de Lafone (p. 15) “eran aquellas aguas muy abundantes de pescado”, y en la traducción que publicó Pelliza y que es la anónima publicada en Madrid, en 1749, se lee que “aquellas aguas son maravillosamente abundantes de pescado” (p. 24). La versión latina (p. 13) nos dice que “sunt enim aquae ibi mirabiliter piscosae”.
(11) Así traduce Wernicke, mientras Lafone escribe: “hallamos harto pescado, harina y grasa del mismo” (p. 150).
(12) Vásquez de Espinosa, Compendio y descripción de las Indias Occidentales, Washington (1948), p. 632, n. 1792.
(13 )Pedro Sotelo Narváez Relación… (1582) en Municipalidad de Buenos Aires, Documentos históricos y geográficos relativos a la Conquista y colonización rioplatense, I, Buenos Aires (1941), p. 81.
(14) El texto latino de 1589 dice así: Hi Carendies per diez quatuordecim liberaliter de sua tenuitate impertiverunt et quotidie pisces et carnes ad nostra castra attulerunt, uno die exepto, quo prorsus non venerunt ad nos. I. – deo noster praefectus, Dominus Petrus Mendoza, nomine Jan. Baban et duos milites ed eos misit, quatuor enim milliaribus sui populi Carendies a nostris castris morabantur… (pp. 12-13). En la edición de la “Historia y descubrimiento del Río de la Plata y Paraguay” por Ulrico Schmidel. Con una introducción y observación crítica por Mariano A. Pelliza, Buenos Aires 1881, que es la traducción publicada a mediados del siglo XVIII, por Barcia, y a mediados del siglo XIX, por Pedro de Angelis, se dice que “catorce días trajeron peces y carne al Real y porque faltaron uno, envió Mendoza a Ruiz Galán, Juez, y otros dos soldados a ellos (que estaban a cuatro leguas). Pero los indios los maltrataron, y volvieron al Real con 3 heridos. Viendo Mendoza esto, y que Galán se mantenía con la gente, envió a su hermano, don Diego de Mendoza, con 300 soldados y 30 buenos caballos (entre los cuales iba yo) mandándole que, tomado el pueblo de los indios, los prendiese y matase a todos (halló a 3.000 querandíes). Pero cuando llegamos ya tenían 4.000 indios de sus amigos y familiares de socorro” (p. 23). El original de la frase “que estaban a cuatro leguas”, en latín “quatur enim milliaribus sui populis Carendies a nosotris castris morabantur” coincide con el alemán: “4 meil von unsern leger”, lo que Wernicke tradujo fielmente al escribir que los tales Querandíes “estaban a 4 leguas de nuestro real”, aunque indebidamente puso leguas donde el original pone meil, millas.
(15) Así traduce Wernicke, mientras Lafone escribe que “entonces nuestro general Pietro Manthossa despachó un alcalde llamado Johann Pabon, y él y 2 de a caballo se arrimaron a los tales Curendies, que se hallaban a 4 millas (leguas) de nuestro real” (p.148).
(16) El texto latino (p. 23) dice así: “si quis alioquin piscibus vesci vellet, necesse erat ut eos per quatuor milliaria pedes quareret”. El texto original correspondiente a la frase “y quien quería comer un pescado tenía que andar las cuatro millas de camino en su busca”, es como sigue: “und wer ein fisch essen wolt, der must die 4 meil wechty dornach geen”.(17) Cita de Gandía: Primera fundación… p. 141.
(18) Francisco de Villalta, en Lafone, Ulrich Schmidel, oc. p. 308.
(19) Francisco de Villalta, en Ulrich Schmidel, ed. Lafone, apéndice A, p. 308. El historiador Raúl A. Molina recuerda cómo Lope Vázquez Pestaña escribió que Pedro de Mendoza había establecido su real, o primera Buenos Aires, en un terreno “muy bajo y sin árboles”. Cf. Primera cónica de Buenos Aires, en Historia, n. 1, Buenos Aires 1955, p. 90.
(20) El tonelaje de la nao Magdalena era de 200 toneles y el del galeón Santon, que era la almirante, también de 200 y el de la carabela Santa Catalina era de 140, la Trinidad de 120, la Anunciada de 80, y el de un patache sería de 40 tonelada. Cf. Eduardo Madero,Historia del Puerto de Buenos Aires, Buenos Aires (1892), t. 1, y único, p. 96. Escribe Gandía: “En este brazo norte se refugiaron los navíos de Mendoza, especialmente los de más toneladas, como la Santa Catalina y otros. Los prácticos de entonces decantaron sus ventajas. Hernando de Montalvo escribía, en 1590, que “Buenos Aires tiene muy buen puerto, que es un riachuelo, y dentro de él tiene cuatro y cinco brazas de fondo. El canal para entrar en él tiene muchas veces doce palmos y otras catorce y veinte, con aguas vivas”o alta marea. Primera fundación… 141.
(21) Ruy Díaz de Guzmán escribió que la segunda Buenos Aires “está situada sobre el propio Río de la Plata, cuyo puerto es muy desabrido y corren muchos riesgos los navíos surtos en él, donde dicen los pozos, por estar algo distantes de la tierra. Mas la Divina Providencia proveyó de un riachuelo, que tiene la ciudad por la parte de abajo (esto es, al sud) como una milla, tan acomodado y seguro que, metidos dentro de él los navíos, no siendo muy grandes, pueden estar sin amarrar, con tanta seguridad como si estuvieran en una caja”.
Fuente
www.revisionistas.com.ar
Efemérides – Patricios de Vuelta de Obligado
Furlong, Guillermo – La primera Buenos Aires se fundó en Parque Patricios.
Portal www.revisionistas.com.ar
Schmidl, Ulrich – Viaje al Río de la Plata (1534-1554)
Todo es Historia, Año VII, Nº 79, diciembre de 1973