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lunes, 6 de julio de 2015

Urquiza y la incorporación de Buenos Aires a la Confederación Argentina
El 23 de octubre de 1859 tuvo lugar la batalla de Cepeda entre los ejércitos de Buenos Aires y de la Confederación, comandados por los generales Bartolomé Mitre y Justo José de Urquiza respectivamente. El ejército porteño fue sorprendido y vencido por las fuerzas de la Confederación. Tras la batalla, se iniciaron las negociaciones que culminaron con la firma del Pacto de Paz y Unión en San José de Flores, que puso fin la segregación de la provincia de Buenos Aires y comenzó el proceso de reincorporación de esta provincia a la Confederación Argentina, que se consolidaría tras la batalla de Pavón en septiembre de 1861.  Reproducimos a continuación la proclama del presidente Urquiza al momento de emprender su campaña por la integridad nacional el 25 de mayo de 1859.
FuenteEl Nacional Argentino, 2 de junio de 1859, año VIII, Nº 48; en Beatriz Bosch, Urquiza y su tiempo: La Organización Nacional, Centro Editor de América Latina, 1984
Proclama del Presidente Urquiza a los pueblos y a sus ejércitos
Cuando afirmado por muchos años de dominio, parecía inconmovible el poder despótico del general Rosas, que negaba a los pueblos argentinos la Constitución y las garantías que ellos reclamaban, yo arriesgué mi fortuna, mi familia y mi vida, poniéndome al frente del movimiento regenerador en que entró después la Nación entera.
Mi pensamiento entonces fue alcanzar para mi país los beneficios de la libertad, devolviendo a la Nación sus derechos e invitándola a constituirse definitivamente de una manera regular y permanente.
Fui impulsado por un sentimiento purísimo de patriotismo y sin trepidar puse en la balanza los sucesos, con mi espada, la alta posición que debía al pueblo entrerriano, y mi cabeza; no podía hacer a la patria mayor ofrenda.
Sacrifiqué en sus aras todo interés personal y me consagré a la grande obra de la nacionalidad argentina, abriendo la campaña gloriosa del Ejército Grande, con el concurso de lo más sano, ilustrado y valiente, que lucía en las filas de los viejos partidos, que habían dividido la República.
En algunos días se había cambiado la situación política del país. El cielo había protegido a los campeones de la libertad que seguían la bandera que yo llevaba, y la victoria de Caseros coronando nuestros esfuerzos, dio en tierra con un régimen que ya era incompatible con las exigencias de los pueblos argentinos, y con el espíritu del siglo. El 3 de febrero de 1852 fue el punto final de una época tempestuosa, que la Providencia me eligió para cerrar. El 3 de febrero de 1852 empezó para los argentinos una nueva era de reconciliación, de fraternidad, de fusión, de organización, de libertad y de civilización. Tal fue al menos mi propósito.
Todavía duraba el entusiasmo del triunfo, cuando en nombre de la patria y con toda la sinceridad de mi alma de que tantas pruebas ha dado al país, declaré para su gloria y con su aplauso, que el triunfo era de la Nación, no de un partido, dije: no hay vencedores, ni vencidos. Era una victoria sin derrota. Era el precursor en la reconciliación de la familia argentina, el emblema de la fusión política, la voz de la civilización cristiana y el lema de la igualdad ante la ley.
No hay vencedores, ni vencidos quiere decir: no hay unitarios, ni federales, no hay proscriptos, ni perseguidos; no hay responsabilidad política por el pasado; todos somos iguales, todos somos hermanos; unámonos los argentinos a la sombra de la bandera de Mayo; hagámonos dignos de ella, contribuyendo todos a la paz, a la prosperidad y al engrandecimiento de nuestra dilacerada patria.
Mis intenciones eran puras. No perseguí a nadie, no hice preferencias. Busqué las aptitudes, la idoneidad sin distinción de colores políticos. Quise que el país se constituyera, se diera leyes y se organizara, como una nación culta y poderosa puede serlo.
Bajo mis auspicios, las provincias confederadas hoy, legítimamente representadas entonces, promulgaron su pacto de alianza perpetuo e indisoluble; se constituyeron; y la Nación existe. 
La provincia de Buenos Aires que se había convulsionado el 11 de septiembre de 1852, resistía entre tanto el Acuerdo de San Nicolás en sus detalles, pero sin atacar el sistema federal, se declaraba nacionalista, y sólo podía ser oída de otro modo. Este movimiento degeneró después en sus fines.
Podía emplear la fuerza nacional y comprimir. Preferí hacer oír la razón y convencer. Movido por el deseo de evitar la efusión de sangre argentina, y haciendo a aquella benemérita provincia argentina árbitro de sus propios destinos, envié a uno de mis jefes inmediatos, al coronel Báez en misión especial, para que la invitase a formular sus deseos de manera que ellos pudieran ser apreciados con claridad y precisión, por su hermanas confederadas hoy.
Son del dominio público esos documentos, que atestiguarán siempre ante el mundo, la nobleza de proceder y la humanidad de sentimientos que me llevaban hasta reconocer la revolución, pidiéndole su expresión genuina por el amor de la paz y el deseo de la organización e integridad nacional.
Poco después, la campaña de la provincia disidente se pronunció en contra de la autoridad de hecho que regía en la ciudad. Yo me presenté allí como pacificador entre los partidos y desgraciadamente no fui comprendido.
La serie de vicisitudes porque ha pasado aquella provincia, sus luchas intestinas, sus desgracias, los males de un provisorio prolongado, se hubieran evitado por una sincera adhesión al pacto federal, que ha previsto todos los casos; para que fueran oídos los reclamos justos y atendidas las exigencias locales de cada provincia argentina, legalmente representadas en el congreso nacional.
En medio de las dificultades consiguientes a tal estado de, la Nación Argentina dio un gran paso para su organización definitiva; toda ella reconoció y adoptó como régimen legal de gobierno al sistema federal.
La constitución misma de la provincia disidente, contrae en su primer artículo la obligación de delegar expresamente en un gobierno federal, parte de la soberanía interior y exterior, así que cese la situación provisoria en que está mantenida por intrigas y artificios que la Historia ha de juzgar con la misma severidad que merece de los contemporáneos.
Se complacieron en exacerbar las pasiones para hacer la división más profunda; ella debe cesar. La victoria de Caseros ha sido el sepulcro de los viejos partidos. Derrotado el sistema centralizador y ultraunitario del general Rosas, la opinión pública se manifestó uniformemente a favor de la independencia provincial, que es la base del gobierno federal, y la Nación Argentina ligada por los indisolubles vínculos de la ley, apareció por primera vez en nuestra historia, de acuerdo toda sobre el principio político que debía regirla.
La idea federal, en su realización práctica, es la aspiración legítima  de los pueblos argentinos.
Las ambiciones mezquinas de los hombres sin patria, ni fe política que oprimen a Buenos Aires, lanzaron sobre mi nombre la calumnia y la injuria en retribución de mis sacrificios y de mi dedicación al bien general, y para cohonestar sus propósitos de anarquía levantaron la enseña de un partido viejo; se declararon unitarios. Ese cambio de sistema que ataca esencialmente la misma constitución que mana de septiembre en aquella provincia, a la vez que amenaza el orden público de la Confederación, fue seguido de toda clase de violencias; las elecciones para diputados fueron practicadas por el gobierno de hecho contra la voluntad manifiesta del pueblo de Buenos Aires que quería y quiere la unión nacional; cuatro mil ciudadanos naturales de aquella provincia vagan hoy fuera de sus hogares perseguidos por sus opiniones nacionalistas; aquél consume anualmente cien millones de pesos papel para mantener la posición que asume; la dilapidación toma proporciones desconocidas antes en estos países; las provocaciones a la guerra se suceden, y la intriga se extiende por todos los medios a las provincias confederadas, al mismo tiempo en que, suprimiendo todas las garantías individuales, la simple sospecha de tener opiniones nacionalistas, basta para que la calificación de espía autorice la expulsión o el arbitrario castigo impuesto por una autoridad que no ha temido resucitar la confiscación de bienes como pena en que incurre todo aquel que directa o indirectamente contribuye a que la provincia de Buenos Aires  vuelva a hacer (sic) parte de la Nación Argentina; los mejores ciudadanos fueron proscriptos, entre ellos cuatro generales de la Nación, y ciertos empleados civiles y militares, degradados o depuestos. No se comprende el régimen especial que hoy esclaviza a Buenos Aires; rige allí una constitución que prescribe expresamente la delegación a un gobierno federal del poder que corresponde a la Nación, y no obstante el titulado gobierno provincial se declara unitario por sistema, en abierta oposición con la prescripción constitucional. No tiene ese círculo ni el personal, ni el dogma político del antiguo partido unitario, cuyos principales hombres han contribuido con sus esfuerzos a echar los cimientos de la magna obra de la nacionalidad argentina y está hoy a su servicio; pero tiene sí, la intención de resucitar los viejos odios para resucitar con ello la guerra civil.
Fracasarán en  su sacrílega empresa. El país quiere el orden. La extinción de los viejos partidos es un hecho consumado ya; y la fusión es práctica y efectiva en la Confederación.
Mientras el círculo que domina en Buenos Aires se presentó al amparo de la idea federal, sólo en disidencia de detalles para su aplicación, el gobierno de la Confederación toleró, contemporizó y esperó que el tiempo y el mejor conocimiento de los propios intereses locales y nacionales trajeran a más dignos sentimientos a los hombres de la situación; pero cuando implícitamente declaran su intención de derrocar las constituciones federales, que uniforman el pensamiento político y representan los intereses nacionales argentinos, bajo el pretexto de un absurdo unitarismo sin hombres, ni programa, no cabe la elección; se hace necesario sofocar la anarquía al nacer, preservar y proteger de toda eventualidad los vínculos que nos ligan y hacen de la Nación Argentina un cuerpo político sujeto a reglas determinadas de buen gobierno que se deben fortificar, para que lleguemos un día después de tantas desgracias, a ocupar en el mundo civilizado el puesto que nos pertenece.
La provincia de Buenos Aires está llamada a tomar una parte activa en este gran propósito. No lo alcanzaremos jamás mientras vivamos fraccionados y devorados por las perpetuas luchas de los viejos partidos, con los mezquinos intereses o las ciegas pasiones que traen por séquito el desorden y el atraso general.
El porvenir de la patria está cifrado en el afianzamiento del régimen federal. Alarmados los pueblos confederados por las demasías del círculo demagógico que oprime a la provincia hermana disidente, se reunieron espontáneamente; los pronunciamientos se sucedieron en las provincias de la Confederación y el cintillo punzó que llevamos a Casero, reapareció como divisa de guerra, como una demostración del entusiasmo popular por repetir la cruzada y la victoria que ha de afianzar los principios entonces conquistados y no como divisa de partido.
La disidencia de Buenos Aires respecto al modo de federarse se convierte en una negativa absoluta a federarse. Es el rompimiento de la tradición argentina, la separación de la comunidad, la fórmula de un cambio total en la forma de gobierno reconocido. ¡Es una tentativa de desmembración!
Los apóstoles de la anarquía, los fautores de la guerra civil, esos hombres que, sin título para ello, ni programa político se llaman unitarios con el siniestro fin de provocar la reaparición de los viejos partidos, para envolvernos de nuevo en los males de una lucha ya terminada, han querido hacer entender a sus pocos parciales, que ese cintillo punzó era el prólogo de una era de tiranía y matanza, de proscripción y de degüello, de persecución y de confiscación y olvidando mis servicios, servicios a que deben la libertad de que gozan, calumniándome atrozmente, me presentan como jefe de una horda de bandidos pronta al exterminio y a la carnicería, sediento de sangre y ávido de venganza, haciéndome responsable y solidario de los excesos y extremos a que puse término en Caseros.
La provincia de Buenos Aires no puede ser unitaria, sino separándose para siempre de la Confederación como desea el círculo que la domina, o conquistando las provincias federales para hacerlas unitarias a pesar suyo. Como jefe de la Nación no puedo consentir en la desmembración de aquella provincia. Como jefe de la Nación mi deber es prevenir a los pueblos argentinos de la celada que les tienden para hacerlos caer de nuevo en el abismo de la guerra civil, que hemos cegado ya.
Los viejos partidos pertenecen a la historia; sus distintivos, como sus hechos han pasado ya. No son unitarios, ni son federales nuestros adversarios, porque no prefieren sistema; son enemigos de la nacionalidad y partidarios del aislamiento para usufructuar el poder que usurpan.
Una situación nueva, una era nueva de organización nacional y de sistemas regulares de gobierno es la aspiración suprema de los pueblos, cuyo intérprete fue antes y después de la gran victoria con el dios de los ejércitos quiso favorecer la causa de la civilización argentina.
La cuestión no es, pues, de los viejos partidos, sino de las nuevas ideas. La separación de Buenos Aires, abandonada al furor de sus verdugos, o su incorporación a la Nación, para que ocupe en ella el distinguido puesto que le corresponde, son los términos del dilema de hierro a que nos trae el círculo malo que combatimos.
La Constitución de Mayo garante la integridad provincial, y tanto ella como la constitución que Buenos Aires se ha dado, consagran la integridad nacional.
La integridad nacional está amenazada. Así lo ha comprendido el congreso legislativo federal al autorizarme por ley del 20 del corriente para resolver por medio de negociaciones pacíficas o por medio de la guerra, la cuestión de la integridad nacional respecto de la provincia disidente. Así lo ha comprendido el Poder Ejecutivo en ejercicio, según los bellos considerandos en que funda su decreto.
Los precedentes históricos que dejo consignados prueban la justicia y el buen derecho con que el Congreso y el Gobierno proceden, levantando en alto el espíritu y el sentimiento nacional, a que obedezco con toda la efusión de mi alma. La cuestión es, pues, de integridad nacional. He aquí el lema que llevaremos en nuestros pendones y que consagrará la victoria.
El fin es santo. Los medios de que dispone la Nación son irresistibles y Dios protege la causa del gran pueblo argentino, cuyas desgracias van a terminar. Todos los argentinos servimos la causa hermosa de la integridad nacional, como lo han probado los pueblos al secundar el pronunciamiento del Uruguay. Los enemigos los contamos por sus crímenes contra el honor y la libertad de Buenos Aires.
La nueva era tiene su símbolo: la Constitución. En Caseros triunfó la idea federal; hecho consumado ya, como lo será pronto y también por la fusión política, el triunfo de la integridad nacional, complemento de aquella victoria.
No llevaremos la guerra de conquista a nuestros hermanos de Buenos Aires, le llevaremos la paz, la libertad, la ley, la unión y el abrazo fraternal que ha de hacer sólida y perpetua la organización y la integridad nacional.
Y con ella, y por ella, la inmigración y los capitales extranjeros atraídos por la paz general, la civilización y el progreso de instituciones sabias y liberales, la circulación de la riqueza facilitada por las vías de circulación que serán creadas con las rentas que hoy absorben y esterilizan las atenciones de la guerra intermitente de intrigas y acechanzas que vamos a deshacer.
Resuelto este gran problema, no será interrumpida ni perturbada ya la marcha ascendente de nuestro país; su desarrollo moral no tendrá más límites que los de la ciencia; su desenvolvimiento material no tendrá límites; porque poseemos campos fértiles, producciones ricas, clima benigno e interminables ríos que surcan territorios donde la seguridad y la estabilidad que dará la ley obedecida en la nación íntegramente organizada, concentrarán los adelantos del siglo, para recogir (sic) mil por ciento, en cambio de los progresos y mejoras que la paz no puede dejar de traer a un país que no tiene, ni teme más enemigos que las pasiones ruines de sus malos hijos.
La provincia de Buenos Aires va a recibirnos como sus hermanos y libertadores. Sus más valientes hijos engrosarán las filas de los ejércitos de la Nación. Las armas nacionales radicando la libertad en la ley, devolverán al proscripto su hogar, al ciudadano sus garantías, a los pueblos la paz, a los argentinos la quietud y a la patria su esplendor, para que cese el escándalo de nuestras luchas fratricidas y organizados  y fuertes, podamos mostrar con nuestros hechos que, en efecto, se levanta a la faz de la tierra una nueva y gloriosa nación, ¡He ahí, argentinos, la grande obra que ambiciono complementar!
He ahí los votos que formulé en Caseros, victorioso. Aspiro a que la gran nación sea de hecho, una e indivisible. Y esa es mi única aspiración. Y la proclamo, obedeciendo a la alta misión que acaban de confiarme los pueblos y sus legisladores, en el gran día de la patria argentina, porque es profunda mi fe en la realización del porvenir venturoso que presintieron nuestros heroicos padres, al proclamar la libertad de un pueblo, que sólo necesita estar unido para elevarse a los altos destinos que merece por su valor y sus virtudes.

Fuente: www.elhistoriador.com.ar

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