Revolución y guerra. Formación de una elite dirigente en la Argentina criolla
Tulio Halperin Donghi reconstruye aquí la trama de relaciones entre el poder político, el económico y el militar en las primeras décadas del siglo XIX e ilumina las vicisitudes de una elite política creada, destruida y vuelta a crear por la guerra y la revolución independentista en el Río de la Plata. El surgimiento de un centro de poder político autónomo, en una época en que hasta la noción misma de actividad política había permanecido desconocida para casi todos los actores, fue el factor principal en la formación del grupo dirigente de una sociedad –la rioplatense– encaminada a la independencia. En Revolución y Guerra, el autor analiza la relación de la nueva elite política con los sectores económicos y sociales previamente existentes y el trasfondo de las angustiosas luchas internas por implantar un orden hegemónico.
[Fuente: Siglo XXI Editores]
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En 1972 aparecía en Buenos Aires un libro, Revolución y guerra, en el que muchos iban a ver, en la Argentina y fuera de ella, justamente, la obra más madura producida por la historiografía argentina en el siglo XX. Su autor, Tulio Halperin Donghi, por entonces tenía 46 años y una destacada carrera como historiador en el marco de esa tradición historiográfica que tantos esfuerzos había hecho para renovar las lecturas del pasado argentino. Muy prestigiosos historiadores de diferentes contextos habían visto en él, desde mucho antes, un talento excepcional y sus mismas obras precedentes avalaban esos juicios. Éstas, por otra parte, habían seguido itinerarios y registros muy diferentes que iban desde el género de la Ideengeschichte (Echeverría o Tradición política española e ideología revolucionaria de Mayo) hasta variaciones en torno al modelo braudeliano (Moriscos y cristianos viejos en el reino de Valencia), desde la historia serial cuantitativa (la enjundiosa investigación que llevaba a cabo, desde los años sesenta, en torno a las series de importaciones y exportaciones argentinas) a las grandes síntesis de conjunto (Historia contemporánea de América Latina) o al ensayo sobre la política a él contemporánea (Argentina en el callejón). Heterogeneidad que refl ejaba, al menos en parte, tanto las matrices historiográficas muy diferenciadas de su formación como una extendida curiosidad hacia temas y problemas muy diversos. Sobre ese trasfondo, Revolución y guerra, cuya larga gestación remite, al menos, al lejano 1961 (fecha de publicación del largo ensayo sobre “El Río de la Plata al comenzar el siglo XIX ” que, al igual que otro algo más breve de 1966, “La revolución y la crisis de la estructura colonial en el Río de la Plata”, son incorporados, con modificaciones muy menores, en el nuevo libro), se destaca como un nuevo paso adelante de Halperin, que se diferencia en muchos planos de sus experiencias historiográficas precedentes. Nos lo advierte ya desde el prólogo al definir su obra como un libro de historia política, aunque bien podría haberlo definido como un libro de historia social de la política. Al prepararse para emprender la difícil tarea de volver a transitar un tema que tantos en la historiografía argentina habían recorrido antes que él, Halperin cree conveniente recordar en la introducción a los dos númenes tutelares de la historiografía argentina moderna: Bartolomé Mitre y Vicente Fidel López. Al evocarlos, Halperin no deja de señalar la tensión que existe en ambos entre las dudas acerca del presente y del futuro argentino, con relación al cual ocupan un lugar político ya bastante marginal, y el optimismo con el que, aun con matices diferenciados, miran el proceso que historian. Más aun, sugiere Halperin, la “exorbitante” idea de un “destino misterioso” inscripto desde los más remotos orígenes como caución para el futuro argentino le parece una justificación tanto más necesaria por la fragilidad que Mitre y López perciben en el mismo presente. En cambio, nos dice Halperin, los historiadores argentinos contemporáneos se encuentran en una situación diferente: el propio presente les parece, por un lado, “menos amenazado y menos admirable”, y por el otro, a menudo, “insoportable”. ¿Debemos colocar a Halperin en ese cuadro de conjunto que él retrata? Quizá la respuesta sea menos importante que proponer desde allí otras dos reflexiones. La primera es que la larga elaboración de Revolución y guerra es contemporánea de una profunda crisis argentina de la que él mismo ha dado cuenta en su Argentina en el callejón y que está llegando, en el momento de la edición del libro, a niveles de conflictividad, que además de a la historiografía profesional están desbordando al país todo, y que el autor no podía no considerar sin preocupación. Esa misma crisis ha llevado a Halperin a seguir un largo periplo que desde la Argentina lo ha transportado primero a Inglaterra y luego a los Estados Unidos. Sin embargo, ese presente sombrío no es resuelto por Halperin a través de una reconstrucción del pasado compensatoria (a la manera que según él han hecho Mitre y López). Por el contrario, la historia que él relata, bastante desesperante en sí misma, contiene un tono distanciado pero no menos sombrío (en especial en la conclusión) que el que podría deducirse de los sucesivos presentes.Lo es también si prestamos atención a la cronología que propone. Mitre, como se sabe, había culminado su Historia de Belgrano y de la independencia Argentina en la crisis de 1820-1821, vista como un momento pese a todo positivo en las posibilidades que encerraba para el porvenir. López, por su parte, en su Historia de la República Argentina, que escribió entre 1883 y 1893, aunque parece haber diseñado originalmente un cuadro cronológico más largo, no sólo hacia atrás sino también hacia adelante (ya que en los volúmenes iniciales se anunciaba hasta 1852), en su concreción culmina en diciembre de 1829 y muy escenográficamente: con los funerales oficiales de Dorrego organizados por Rosas. Y aunque muchas razones personales puedan aducirse para ese abrupto fi nal, no es menos cierto que el mismo presenta un desenlace bastante lógico para la historia que narra López, en la que, más allá de las grandilocuentes efusiones patrióticas dispersas aquí y allá, el proceso revolucionario es menos un éxito que un fracaso, como el mismo prefacio lo sugiere bien. Halperin, que ha comenzado en el mismo lugar que Mitre (el virreinato), concluye sin embargo, temporalmente, más ambiguamente. Efectivamente, el grueso del relato se detiene en el momento 1820-1821 (como Mitre) pero a ello el historiador argentino agrega una indagación, sustancialmente sobre el caso de Buenos Aires, que se expande hasta mediados de la década de 1820 (capítulo IV, b) y todavía prolonga esa exploración en las conclusiones, hasta llegar (como López) hasta ese rosismo, aludido en las líneas finales, hijo legítimo de las “brutales simplificaciones” que la independencia, la guerra y la apertura económica habían impuesto al mundo rioplatense. Más cercano a Mitre en su estrategia de investigador y en su idea de la forma de hacer historia, Halperin lo estaba más de López en las conclusiones menos optimistas que se podían deducir del proceso. La segunda reflexión posible es que si el presente influye de muchos modos en las preguntas que el historiador formula al pasado (y en los climas de sus retratos del mismo), no es menos cierto también que ese presente tan rico de complejidades bien podía proveer al autor de un conjunto de experiencias que lo orientaran a buscar (más allá de su talento y de su oficio historiográfico) esa misma complejidad en el pasado argentino y que le dieran una capacidad de comprensión (verstehen) del mismo. Y efectivamente la primera impresión que produce el libro es la riqueza casi ilimitada de problemas y matices que contiene (y una persuasiva “comprensión” de los mismos). Lo es tanto por la estrategia elegida -atención no sólo a los matices sino a lo particular, lo individual concreto (una perspectiva más cerca del Historismus que del storicismo, si admitimos las diferencias entre ambos, en cualquier caso bastante idiográfica)-, pero también lo es porque Halperin parece en este libro haber querido decirlo todo. Una obra de la complejidad y las ambiciones de Revolución y guerra presenta enormes dificultades de realización del tipo de las que tuvieron que enfrentar, por ejemplo, autores tan disímiles como Braudel en su Mediterranée o Namier en su Structure of Politics. La solución del primero fue contar tres historias (o la misma historia tres veces); la del segundo, menos feliz, fue un producto abnorme cuyas partes, más allá de la eficacia demostrativa, ensamblan mal entre sí según los cánones de un libro de historia. Halperin eligió vías propias para lidiar con el problema, pero ello no quita que este libro extraordinario pueda ser visto como varios libros en un libro. Pongamos dos ejemplos. Por un lado es bien visible que la primera parte (los dos primeros capítulos propuestos como marco general, que en buena medida son asimismo los más antiguos) ensamblan limitadamente con la segunda; por el otro -como argumentaremos- hay aquí también dos historias paralelas, la de Buenos Aires y la del interior, que son indagadas de diferente manera. La primera parte (“el marco del proceso”) contiene tres dimensiones entrelazadas en el relato: la geográfica, la económica y la social. Estas dos últimas, las más extensas, son tratadas a la manera de esos años sesenta en que se hablaba de ellas como un todo o, mejor aun, se pasaba de una a otra en tanto se las imaginaba estrechamente relacionadas. Empero, todavía en esos capítulos hay más cosas. Nótense por ejemplo las admirables páginas dedicadas a un tema en ascenso, la “piedad”, en este caso la “piedad barroca” (por ejemplo, poco después Michel Vovelle escribiría en Francia, con otra estrategia metodológica, muchas páginas sobre el mismo argumento), o aquellas no menos penetrantes dedicadas al Estado y sus finanzas. Detengámonos en aquellas dimensiones más extensamente tratadas: la económica y la social, e intentemos, analíticamente, separarlas. Si nos detenemos primero en la historia social, un punto interesante es la deliberada ambigüedad del vocabulario que utiliza Halperin para colocar en el relato a los distintos actores sociales. Un breve inventario de los términos que emplea incluye, por un lado, “aristocracia”, “oligarquía”, “clase alta”, “clase dominante”, “sector hegemónico”, “clase señorial”, “grupo dominante”, “gente decente” (con y sin comillas) , “nobles”, “sectores socialmente dominantes”, “clases altas” y, por el otro, “plebe”, “pobres”, “vaga humanidad”, “sector indigente”, “sectores bajos”, “clase baja” (en este último caso, y significativamente, Halperin sugiere que el empleo de esa expresión puede constituir un “anacronismo”). Desde luego que los términos no son homólogos ni generalmente homologados por Halperin, solamente muestran en cuán gran medida esa atención a la complejidad de una sociedad que imaginaríamos más simple obliga al historiador a multiplicar los modos de denominar a los actores sociales para enriquecer la perspectiva. Y, desde luego, a todo ello podríamos agregar los numerosos grupos socio-ocupacionales que aparecen aludidos: más allá de comerciantes de todo tipo, de clérigos, de propietarios, de labriegos, de peones, de funcionarios, hay allí también transportistas, “dueños de tropillas y majadas” e incluso “squatters”. Y todavía aun, esclavos, negros, indios, mestizos, extranjeros europeos y “castas” y “estamentos”. Todo ello refuerza aun más la riqueza del cuadro presentado que, sin embargo, trata de ser a su vez organizado en torno a distintos ejes y de no perder cohesión interpretativa y narrativa. De todos modos, la ambivalencia en el uso de los términos, en especial para denominar a los sectores altos, reflejaba otras tensiones en el mismo Halperin, como lo muestra la segunda parte: en ésta un nuevo término hace su irrupción con fuerza y se convierte en dominante en el texto (y termina incluso en el subtítulo del libro): “elite”. Término que no implicaba, desde luego, ninguna distinción ni valoración sino una perspectiva descriptiva, relativa y múltiple. Puede señalarse más en general que eran esos mismos años aquellos en que un largo debate cruzaba la historiografía francesa y también europea en torno al vocabulario y en torno a las clasificaciones, desde aquel que enfrentaba a la tradición marxista orientada a definiciones teóricas (Vilar/Soboul) con la de Labrousse y sus discípulos (orientados, a partir de la empiria, a aplicar categorías socio- profesionales para organizarla) o a Mousnier y sus discípulos, hostiles a la noción de clase en cualquier definición propuesta (y favorables a la de órdenes) y más atentos a otras dimensiones que incluían las relaciones verticales y no solamente las horizontales. De todos esos debates, el recordado coloquio de Saint Cloud de 1965 y sus discusiones son un buen ejemplo. En cualquier caso, Halperin (sabiamente quizás) parece no querer enrolarse claramente en ninguno de esos u otros bandos más rústicos en pugna (así como tampoco participar de la correlativa discusión entre utilizar para organizar lo social el vocabulario de los contemporáneos del período u otro creado ad hoc por los historiadores). Tomando una observación de Labrousse, en relación a su polémica con Mousnier, en la que señalaba que había dos tipos ideales de historiadores, los que buscaban soluciones a los problemas y los que buscan problemas a las soluciones, Halperin parece balancearse entre ambos quizás con una mayor propensión al segundo. En relación con la economía, Halperin escoge una estrategia semejante a aquella con la que indaga lo social. La misma es cualitativa y narrativa. Ciertamente, existía otra posibilidad que el mismo Halperin había explorado: aquélla serial cuantitativa que, entre otros, Ruggiero Romano defendía misionalmente en sus viajes a la Argentina. Sin embargo, Halperin se decanta por la primera y ningún cuadro o gráfico irrumpe en el texto (y quizás ello explica en parte por qué el artículo que publicó en 1966 sobre “La expansión ganadera en la campaña de Buenos Aires” haya sido utilizado muy fragmentariamente en el libro). La opción escogida tenía, desde luego, una larga tradición en la historia económica y estaba todavía plenamente vigente en esos años: ella ganaba en matices y en riqueza lo que podía perder, en la mirada de entonces, en precisión. Más aun, ella era quizá la única disponible, como el mismo Halperin lo reconoce en el texto, dado lo engorroso y dificultoso que hubiera sido intentar reconstruir series confiables para una indagación que no se limitaba al puerto de Buenos Aires, sino que quería recuperar la variedad de situaciones existentes en un interior que, como él mismo señala, no era uno sino muchos. El resultado fue otro riquísimo cuadro, tan atento a las diversidades que tiene en su centro algunas dimensiones de la actividad económica: comercio y en menor medida moneda (como lo era en la historiografía “annalista”). No se trata sin embargo de que se ignore aquí la producción (y en especial algunas dimensiones de la misma, como la inversión) y el consumo, sino de que lo que parece organizar la dinámica de la situación son mucho más las relaciones que las distintas áreas del virreinato primero y del país independiente después establecen con sectores externos, sean ellos otras áreas del antiguo virreinato o separadas de él (como el Alto Perú) y el mercado mundial. Desde luego que esta última dimensión, tan clave en su análisis, ya había sido señalada por otros precedentemente, pero la solución propuesta por Halperin es mucho más compleja y persuasiva que las anteriores. La segunda parte del libro constituye el verdadero pezzo di bravura. En especial, la titánica tarea de dar inteligibilidad al caótico proceso abierto con la revolución, en cuyo centro de indagación está ahora la política, atendiendo al complejo juego de actores, es notable. Ella es lograda a partir de dos presupuestos conceptuales. Ante todo, que son los intereses de un grupo o de un individuo los que explican sus actitudes mucho más que sus ideas -y aun cuando éstas son introducidas, por lo demás bastante marginalmente en el texto, son reconducidas a las lógicas sociales-. La segunda es que las decisiones de los mismos son racionales y están orientadas por cálculos y estrategias, por aproximativas e inciertas que en tantas ocasiones fuesen, vinculadas a la preservación o al incremento del poder, de la posición o del patrimonio, según los casos. Desde allí es explicado el posicionamiento y las opciones concretas de los distintos actores políticos. Sólo en muy pocos momentos el historiador se siente desfallecer en ese intento (por ejemplo, cuando presenta la “devoción algo ciega” de algunos prohombres y sus hijos a la figura de Alvear, o cuando admite cuán confusas eran algunas cuestiones en torno a las razones que orientaron el comportamiento de Artigas en 1816 o, en especial, cuando, al explorar ese critico año 1820 en Buenos Aires, debe admitir que ese juego se ha hecho “desesperadamente complejo”, lo que “hace aún menos fácil entender el sentido de cada uno de los actos que tienen esa etapa revuelta”). Aun así, el historiador no se resigna y se niega a introducir otras dimensiones no racionales en la explicación del proceso histórico, como tampoco lo hace directamente cuando alude a las fiestas revolucionarias, a las creencias, a los mitos impulsados o a los ritos laicos celebrados. Todavía habría que agregar dos dimensiones más que sustentan el relato de Halperin. La primera es que ese proceso adquiere su inteligibilidad al centrar su dinámica de análisis en los conflictos en el seno de las diversas elites o dentro de cada una de ellas. Ciertamente las plebes, los sectores populares o las masas, términos que son utilizados por Halperin con amplia preferencia hacia el primero, están siempre allí. La revolución y la política les han abierto la puerta. Sin embargo esa presencia amenazante es casi siempre pasiva y poco orientada a reclamar por sus intereses en forma clara o abierta. Incluso en ese caso de gran movilización, que Halperin explora con equilibrio, y que es el mundo rural de la Banda Oriental, he ahí por ejemplo ese pobrerío rural que parece muy poco entusiasta de aprovechar las ventajas que el célebre Reglamento artiguista les concede. Todo se trata mucho más o de plebes movilizadas bajo forma de clientelas o de autopercepciones de las clases dirigentes acerca de su peligrosidad (que de cualquier modo orientan comportamientos de esas mismas elites) que de otra cosa. Incluso en las innovadoras páginas dedicadas a las elecciones en Buenos Aires, éstas aunque revalorizadas como espacio de acción política no lo son en el sentido de un acrecentamiento del poder popular. Una historia, en suma, en la que el conflicto está omnipresente bajo tantas formas pero no bajo aquellas más obvias en esa estación historiográfica: la del conflicto social entre amplios grupos antagónicos. La otra dimensión tiene que ver con las dos historias paralelas (Buenos Aires y el Interior) que Halperin nos presenta. Puede señalarse aquí que mientras la de Buenos Aires está mucho más organizada en el relato en torno a actores colectivos, ellos mismos surcados por múltiples facciones (por ejemplo, los políticos que han hecho “la carrera de la revolución” o las distintas elites económicas o institucionales), en la lectura de esos conflictos en el interior rioplatense la mirada de Halperin es parcialmente diferente. Mucho más peso relativo tienen aquí los linajes, las familias, sus clientelas (no exentas ellas mismas de conflictos en su seno) que otros actores sociales o institucionales, con excepción de los cabildantes. Ello es inevitable dada la diferente densidad de esas sociedades con respecto a una Buenos Aires que, de todos modos y sea dicho al margen, no sin dificultad podría ser considerada una sociedad estructurada (la base demográfica puede ser aquí argumento sufi ciente). Sin embargo, también ello puede vincularse con el tipo de fuentes que maneja Halperin en uno y otro caso. Si para Buenos Aires puede reposar en una abundante cantidad de memorias y autobiografías combinadas con las fuentes del AGN, con la Gaceta y con una historiografía erudita útil, en el interior eso no ocurre, en parte porque sociedades menos complejas producen tantas menos fuentes como una literatura histórica menos abundante (el contraejemplo es la Banda Oriental), en parte porque la indagación que ha hecho el autor sobre ellas es mucho más limitada. Así, esa segunda historia depende más de, por ejemplo, algunas correspondencias como las del Deán Funes, de Facundo Quiroga o de fragmentos de la de Artigas que de otras fuentes. No necesariamente debemos lamentarnos. Esas fuentes más escasas que han sido exprimidas hasta la última gota (como le gusta señalar al mismo Halperin en referencia a su ofi cio de historiador) alientan una perspectiva más orientada a explorar tanto los vínculos verticales junto con los horizontales como las solidaridades que se establecen más allá de las exclusivamente económicas, políticas o profesionales (aunque a veces las contengan). De ese modo, el texto comienza a poblarse de nuevas expresiones ausentes en la primera parte, como “cliques”, “redes de relaciones”, “lazos familiares” o “clientelas”. Finalmente, cuando todo se derrumba ¿no quedan esas redes interpersonales trabajosamente tejidas y destejidas como el tenue hilo que mantiene unidas a las provincias que emergieron en el país independiente y que posibilitará la muy lenta construcción de una elite dirigente sobre bases no sólo locales?¿Implica esa cercanía de Halperin a una terminología tan característica del network analysis algún conocimiento de esa corriente (bien establecida por ejemplo en Inglaterra desde los años sesenta)? Quizás es menos importante resolver el enigma que señalar en cuán gran medida el análisis de la sociedad se ha enriquecido ulteriormente en la segunda parte. Llegados a este punto, el comentarista debe admitir que su lectura da una imagen limitada y empobrecida de una obra tanto más rica. No ha hablado, por ejemplo, del militarismo, de la guerra ni de su resultante: esa forma criolla de la “brutalización de la política” (en la conocida expresión de Mosse) ni de tantas otras ideas fecundas que serían valiosas pistas para investigaciones posteriores. Puede todavía señalar que el libro contiene además de una riqueza de motivos una línea de argumentación persuasiva que ha suprimido todos los debates personalizados (presentes en otros trabajos precedentes). Esa riqueza, esa complejidad y a veces los pliegues del texto le permitieron a Halperin brindar una imagen renovada de un período del pasado argentino que contiene una interpretación también ella novedosa y en pugna con la exitosa literatura que en esos años hacía furor, desde distintas vertientes, revisionistas o marxistas, en la convulsionada Argentina, aunque aquéllas no se percatasen siempre de ello. En la maestría del autor tanto como en la estrategia escogida (y, por qué no, en la distancia) están algunas de las posibles claves de un libro que hoy todavía leemos como si fuera de nuestro tiempo y no de otro.
[Fernando DEVOTO. “En torno a Revolución y guerra”, in Prismas, vol. XV, nº 2, julio-diciembre de 2011]
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