La Mazorca y el orden rosista
Gabriel Di Meglio (UBA/CONICET)
Los estudios que han indagado la formación del orden rosista en la provincia de Buenos Aires suelen sostener que una de sus claves fue el traslado a la ciudad de un sistema surgido y moldeado en la campaña. El argumento se ha repetido desde distintas ópticas, desde la barbarie sarmientina ingresando en el ámbito urbano como eje del drama rioplatense, pasando por la denostada tesis que propone el advenimiento de un súper estanciero a reproducir su hábitat rural en el Estado, hasta llegar a la más actual idea de una unanimidad política en la campaña que Rosas introdujo en la ciudad.[1] Ahora bien, si la impronta rural en la construcción rosista es indudable, es también claro que en su versión urbana hubo un elemento que no estuvo presente en la campaña: la existencia del llamado “terror”, una serie de crímenes políticos que no fueron cometidos por agentes del Estado o por personas que ejercieran algún tipo de actividad pública legal, sino por una suerte de cuerpo “parapolicial” que se hizo famoso con el nombre de Mazorca. Esta ponencia examina las razones de la presencia de esa organización casi exclusivamente en la ciudad y analiza su importancia dentro del orden rosista. Para ello se centra en la crisis del sistema rosista, iniciada cuando Francia, que buscaba volver a los primeros planos de la política internacional a través de empresas en lugares alejados del centro de poder europeo, decidió bloquear el puerto de Buenos Aires tras un incidente diplomático.[2]
Rosas y la ciudad
Cuando se estableció el bloqueo francés, ya hacía tres años que Rosas estaba en el poder en Buenos Aires. En 1838 el régimen rosista era fuerte en la provincia, pero no estaba aún consolidado del todo. Parecía inquebrantable en la campaña –los hechos, poco después, demostrarían lo contrario– pero era evidentemente menos sólido en la ciudad. Allí el gobernador había encontrado hasta 1835 los mayores obstáculos a su proyecto. Al concretarse su regreso al poder, concentró su política en el ámbito urbano en cinco puntos: afianzar una autoridad incontrastable a través de la eliminación del disenso y de la competencia política; vigilar que se cumpliera la pretendida homogeneidad de opinión a lo largo y ancho de la ciudad; robustecer su relación con la población de origen africano; aumentar su popularidad entre los artesanos; y, por último, disciplinar a la poco confiable elite porteña.
Del primer punto se ocupó apenas tuvo el mando. En los días posteriores a la asunción hizo arrestar a quienes habían formado el núcleo cismático –sus enemigos dentro del federalismo– y no se marcharon a Montevideo, como habían hecho los principales referentes del mismo grupo. Un mes más tarde avanzó sobre lo que consideraba dos posibles focos de descontento: la oficialidad del ejército regular y la administración pública, despidiendo a varios empleados de una y otra. El afianzamiento de su autoridad institucionalmente ilimitada fue garantizado además porque la legislatura porteña, que hasta entonces había sido una pieza clave de la política provincial, vio reducida su existencia a poco más que algo decorativo, y las elecciones pasaron a contar desde entonces con una lista única. Los fusilamientos de supuestos conspiradores, limitadísimos al principio, recordaron los peligros de escapar a la homogeneidad de opinión. En julio de 1836, más de ochenta indígenas capturados en la “campaña del desierto” fueron masacrados en un solo día en el Retiro. El diplomático británico John Mandeville escribió a su gobierno que “esta carnicería produjo poco o ningún efecto entre los habitantes, a quienes, cuando yo les preguntaba, me daban siempre la misma respuesta: ah, sí, los bárbaros. Sí, los indios, siempre los destruyen…”.[3] Sin embargo, semejante hecho no era habitual en la ciudad y marcaba que había una nueva dureza gubernamental (años más tarde, las víctimas del “terror” no superarían en cantidad a las de esa jornada macabra, pero, claro está, tuvieron un impacto mucho mayor). De todos modos, en ese período inicial, la amenaza sobre la vida de la población porteña todavía no era tan clara.
El gobierno consideraba que la unanimidad federal era una absoluta prioridad y la vigilancia de que eso ocurriera quedó en manos de la Policía, los jueces de paz, los alcaldes de barrio y sus tenientes alcaldes. El uso de la divisa punzó empezó a ser controlado severamente. Además, los jueces de paz elaboraban clasificaciones, informes en los cuales se establecía el perfil político de los vecinos porteños; los considerados unitarios quedaban excluidos de cualquier función pública o militar y recibían vigilancia especial por parte de las autoridades. El control apuntaba a que más allá de que Rosas hubiese accedido al poder rodeado de una gran popularidad, había muchos desafectos a su figura. Eso quedó claro en un episodio ocurrido al cumplirse un año del ascenso del gobernador. Un tal Eulogio Blanco estaba en la puerta de su casa acompañado por otros que portaban instrumentos musicales, y para celebrar el aniversario se puso a gritar vivas a favor del Restaurador de las Leyes. En ese momento apareció un grupo de diez vecinos que empezó a gritar, de acuerdo a varios testigos, “mueran los vivas de Blanco, muera Blanco y viva Lavalle y su espada”.[4] Lavalle estaba en ese momento exiliado en la República Oriental y no tenía ningún medio de influir en la situación porteña, pero era quien había quedado como el principal referente unitario. El caso muestra muy claramente que un sector de la población mantuvo su oposición al régimen, y que en los primeros años del segundo gobierno de Rosas algunos se animaban en ocasiones a mostrar su disgusto, aunque sólo fuera para burlarse de un particular como Blanco. Pero también grafica la existencia de partidarios entusiastas del gobernador, que organizaban pequeños festejos por su cuenta (no por iniciativa oficial) para celebrar la figura del Restaurador. Había asimismo gente que buscaba quedar afuera de la política y no reconocía filiaciones: una noche de 1837, un ex vigilante entró ebrio a una pulpería insultando a los gritos a los unitarios; al rato, uno de los presentes, el pardo Máximo Salguero, se disponía a irse cuando fue increpado por el borracho, quien le preguntó “amigo usted es unitario o federal”, a lo cual Salguero “contestó que él no era nada”. Respuestas de ese tipo iban a volverse cada vez menos sensatas a medida que la crisis comenzara a desplegarse.[5]
Las presunciones de antipatía hacia el sistema federal empezaron a ser determinantes en decisiones de la Policía sobre cuestiones que no tenían que ver con la política. Si una persona era acusada de un delito y se agregaba que era sospechoso de unitario o de haber sido federal cismático, ese último aspecto era un poderoso agravante. Eso posibilitó que varios asuntos privados pasaran a zanjarse por la filiación política de los implicados. Por ejemplo, el abastecedor Marcos González acusó al paisano Juan José Martínez de hablar mal del gobierno. No había testigos del hecho, “por haber sido conversaciones privadas”, pero el comisario Ciriaco Cuitiño sostuvo que él no dudaba de que fuera cierto, porque Martínez “es hombre muy díscolo, mal intencionado y uno de los Unitarios mas empecinados”.[6] Además, durante esos años los comisarios presentaron decenas de partes en los cuales a las denuncias por delitos típicos se añadían como agravante las posiciones políticas. Los ejemplos son varios, pero consigno sólo algunos para que se vea la fuerza que fue adquiriendo la práctica entre 1835 y 1838: de un acusado por ladrón se dijo que “es uno de los perversos cismáticos, que cometió varios excesos en la primera administración del Sr. Balcarce”; un acusado de ser vago fue presentado diciendo que “no se le conoce ocupación alguna útil, y el infrascrito esta informado que ha servido á la Administración anterior de Don Juan Ramón Balcarce”; a un tercero se lo acusó porque “es lomo celeste, fue escrutador en la mesa electoral de la Parroquia de San Nicolás (cuando era Gobernador D. Juan Ramón Balcarce) y el más empecinado: vago, y ebrio de costumbre”. En esta referencia se ve cómo el antiguo lomo negro usado para denominar a los federales cismáticos se tornó en lomo celeste: ahora cualquier enemigo del sistema pasaba a tener una identidad única, la de ser unitario.[7]
En su segundo gobierno Rosas se esforzó por afianzar su relación con la población negra de la ciudad, iniciada en su primer gobierno, escuchando sus demandas y proveyendo asistencia financiera a las Sociedades Africanas. En 1836 derogó una ley que establecía que todo liberto tenía obligatoriamente que ingresar al servicio de las armas al cumplir quince años; la respuesta fueron manifestaciones callejeras para celebrarlo. Tanto él como su esposa, su hija y su cuñada concurrieron en ocasiones a los bailes que organizaban las Sociedades, gesto muy importante que les valió una gran influencia, puesto que no era nada común que los miembros de la elite hicieran eso. La colectividad negra porteña en esos años lo llamaba “Nuestro padre Rosas”.
Tras su caída, los opositores denunciaron que Rosas había estimulado la realización de tareas de espionaje por parte de los negros. Como muchas familias de la elite tenían esclavos integrando su servicio doméstico, se dijo que aquellos criados que habían denunciado a sus amos por opiniones unitarias o por conspirar contra el gobernador habían obtenido a cambio su libertad. Es posible que eso ocurriese en alguna oportunidad, pero no hay datos de que haya sido algo extendido; más bien funcionó como una de las leyendas que sucedieron a la caída del régimen. De todos modos, el hecho de que se formulara esa acusación se apoyaba en sucesos verídicos: al comenzar la crisis rosista hubo domésticos de las familias de la elite porteña que hicieron denuncias. Quienes las hicieron en general estaban insertos en una red de contactos que manejaba Encarnación Ezcurra. Cuando ésta murió, en 1838, su hermana María Josefa mantuvo esas relaciones. La red funcionaba como una especie de asistencia social privada: los que llevaban noticias útiles a las señoras Ezcurra obtenían algunos beneficios, no necesariamente como un pago directo sino que en otro momento podían conseguir ayuda de ellas para conseguir bienes, perdones, favorecer a algún familiar, etc. Aunque esta red –que horrorizaba a los opositores, como es claro en la novela Amalia– implicaba a muchos negros, no era sólo para los descendientes de africanos, sino que incluía a otros plebeyos de ambos sexos. La mujer y la cuñada de Rosas se convirtieron por este medio en figuras muy populares. Una tarde de 1836, un tal Manuel Zaragoza llegó “de su trabajo a tomar mate en la cocina en donde estaban unas jóvenes de menor edad jugando con unas muñecas de trapo; y preguntó Zaragoza con ironía por el nombre que tenían cada una de dichas muñecas; y respondieron las jóvenes: que una se llamaba Doña Encarnación: otra Doña Maria Josefa”; Zaragoza se rió y dijo “unas Señoras con tanta Grandeza andar por las cocinas, vaya, vaya…”.[8] El episodio llevó a que lo tildaran de unitario ante la policía, lo cual muestra que era cierto que había domésticos, como en este caso los que trabajaban en las cocinas, que hacían denuncias políticas.
Otro eje de la política de Rosas en la ciudad fue ganarse el apoyo de los artesanos, categoría en la que entraba una buena parte de la población masculina (incluyendo a muchos negros). Los artesanos habían estado entre los grupos menos favorecidos por el librecambio que comenzó en Buenos Aires en 1809 y se afianzó en los años ’10. La apertura de las importaciones fue –de hecho- un gran problema para muchos artesanos, que en numerosas ocasiones presentaron quejas a los gobiernos contra las importaciones (en particular los sastres y los carpinteros). Pero ese descontento no dio lugar a acciones importantes a favor de medidas proteccionistas, fundamentalmente porque los artesanos porteños no consiguieron crear gremios que tuvieran un peso destacado en la escena política, aunque sí generaron una corriente de opinión favorable al proteccionismo y fuertemente contraria a los extranjeros.
Rosas tomó en cuenta esas posiciones cuando sancionó una ley de Aduana en diciembre de 1835. En general, cuando se habla de la ley se pone el foco en la intención del Restaurador de mantener una buena relación con las provincias del Litoral y el Interior, donde había sectores perjudicados por el librecambio, y en su deseo de impulsar la agricultura. Pero también fue importante la protección que se hizo a las tareas artesanales, que en ningún lugar eran tan fuertes como en la ciudad de Buenos Aires. Así, las importaciones de ropa, calzado, muebles, guitarras y espejos, entre otros productos, recibieron un recargo del 35% sobre su valor; las monturas uno de 50%. Los sombreros contaron con la protección de un impuesto fijo ($13 por cada pieza), mientras que se prohibió total o parcialmente importar hierro decorativo, objetos de bronce y hojalata, utensilios de cocina, objetos de madera y algunos tejidos.[9] La ley terminó cumpliéndose insuficientemente, pero su sanción contribuyó a incrementar la popularidad de Rosas entre los artesanos.
Finalmente, el mayor problema de Rosas en la ciudad, el de más difícil solución, era la elite porteña, tanto los comerciantes y estancieros que dominaban la economía de la provincia como quienes formaban la oficialidad militar y/o habían ingresado en la carrera política. El grueso de la elite estaba profundamente politizado desde hacía años y las divisiones políticas en su seno eran mayores que en ningún otro sector social. Rosas pertenecía a esa elite y sabía que contaba con una fuerte base en los estancieros, una buena parte de los cuales apoyaban su proyecto. Para las funciones de gobierno tuvo el respaldo del políticamente experimentado círculo federal apostólico que formaban Tomás de Anchorena, Felipe Arana, Manuel Maza, Lucio Mansilla y unos pocos más. Rosas confiaba en la fidelidad de este puñado de dirigentes. Pero el resto de la elite era en buena medida un enigma. Sin duda, en 1835 la mayoría de sus miembros había aplaudido el regreso de Rosas al poder como garantía de orden ante la posibilidad de una nueva guerra civil. Pero esa adhesión no estaba exenta de fisuras y Rosas sabía que los vientos podían cambiar.
Para 1838, no había amaestrado a la elite. Muchos de sus miembros eran genuinamente federales, pero quienes habían seguido a los unitarios o a los cismáticos no eran tan fáciles de conquistar y varios mantenían estrechos vínculos con los emigrados al otro lado del Río de la Plata (quienes a su vez pertenecían a la elite porteña); otros no veían con buenos ojos la prolongación indefinida de un sistema de excepción que dejaba en suspenso el sistema republicano para concentrar todo en manos de un solo hombre. El principal recurso del gobernador para conseguir la aprobación de la elite era el mantenimiento de un orden, el preciado orden que la sociedad venía buscando desde que terminó la Revolución, y que le había costado mucho construir. Pero cuando el bloqueo francés vino a poner en duda si la política rosista verdaderamente garantizaba el orden, la aparente unanimidad empezó a resquebrajarse: por más que no fuera la diplomacia porteña la principal culpable de la intervención francesa, muchos de los contemporáneos sí lo consideraron de esa manera.
Sin duda, antes esos descontentos, el gobierno podía usar el poder coercitivo de la Policía. Rosas estaba habilitado para hacerlo apelando a sus facultades extraordinarias; incluso alguno que otro podía ser fusilado sin un proceso ordenado apelando a la situación de crisis. Ahora bien, la Policía tenía un gran peso frente a los pobres que podían ser considerados vagos –aquellos que no contaban con relaciones locales, generalmente lo que no vivían permanentemente en la ciudad y los migrantes recién arribados– a los que capturaba y alistaba en el ejército o en la marina. Pero no tenía la misma autoridad ante el resto de la población. Los vínculos barriales eran fundamentales y quienes tenían años de residencia en una zona podían conseguir defensores en unos personajes fundamentales de la ciudad: los alcaldes de barrio, los tenientes alcaldes, los oficiales milicianos, los curas y los jueces de paz. Aún en un período en el cual el gobierno contaba con más poder que el que nunca había tenido, la existencia de tales figuras entrecruzadas ponía cierto freno a sus maniobras legales. Además, Rosas no podía simplemente matar a mansalva a sus opositores usando sus facultades extraordinarias por una cuestión de legitimidad; hubiera justificado plenamente la acusación de “tiranía” que los emigrados le achacaban. Es ahí donde entra en juego, decisivamente, la Mazorca. Si la ciudad tenía una trama de personajes y organizaciones que podía poner algunos límites a la acción del gobierno y a la fuerza de su principal brazo, la Policía, y si la elite estaba en particular más protegida por ellos que el resto, la Mazorca no tenía límites. Nadie podía ponérselos a un cuerpo que actuaba fuera de todo orden, vinculándose sólo a la persona de Rosas y con la Sociedad Popular, a la que pertenecía. Su acción podía ser presentada como un conjunto de excesos populares.
La Mazorca
El origen de la Mazorca no estuvo ligado a una iniciativa gubernamental sino a una asociación política, la Sociedad Popular Restauradora, nacida a fines de 1833. Los datos de su surgimiento son oscuros, pero parece que después de la “Revolución de los Restauradores”, en octubre de ese año, uno de los miembros de la facción federal apostólica llamado Tiburcio Ochoteco le sugirió a Encarnación Ezcurra –quien la había dirigido exitosamente en la lucha contra la facción cismática– la formación de un club de adherentes de Rosas a semejanza de las sociedades patrióticas españolas que él había conocido en Cádiz durante el trienio liberal. Las sociedades patrióticas eran clubes liberales que surgieron en 1820, algunos más radicales y otros más moderados, que reunían a sus adherentes en casas, tabernas o conventos desocupados; se esparcieron por toda España, llegando a haber 260. Su objeto era abogar por la difusión del liberalismo y atemorizar a sus enemigos. Estaban dirigidas generalmente por personas de buena posición social pero contaron con una importante participación popular, principalmente de artesanos. Una sociedad de ese tipo constituía una novedad en la escena política de Buenos Aires. Por un lado, porque era un club que se afiliaba abiertamente con una facción, algo que en las sociedades políticas porteñas se había intentando evitar explícitamente (dada la condena discursiva a las facciones en la prensa y en los debates parlamentarios desde 1810.) A la vez, la Sociedad Popular tenía un importante elemento distintivo: la presencia entre sus integrantes de individuos que no formaban parte de la elite de Buenos Aires. Según José Rivera Indarte, “muy pocas personas decentes se inscribieron como socios de la sociedad”.[10] Es decir que era la primera vez que la gente decente no era mayoría en una asociación política. Esto era claro en la adopción del término popular en el nombre de la organización. A partir de su edición de 1803, el diccionario de la Real Academia Española definía popular como “el que es del pueblo o de la plebe”; desde la década de 1820, en Buenos Aires se lo usaba cada vez más claramente para referirse a los que eran ajenos a la elite. La participación de ese tipo de personas en la Sociedad la asemejaba a los ejemplos españoles de principios de la década de 1820. Si Ochoteco sugirió ese modelo y Encarnación Ezcurra lo aceptó, su éxito obedeció a la existencia de una tradición de participación popular en Buenos Aires. Los momentos en que la intervención de la plebe y los sectores medios de la sociedad porteña en la política tuvieron más importancia fueron siempre aquellos en los cuales la elite estuvo más dividida. Ese fue el caso con la disputa entre federales cismáticos (o liberales) y apostólicos, y la Sociedad Popular Restauradora fue una de las consecuencias de ella.
La actividad política rutinaria de la Sociedad consistía en reuniones de los miembros que se llevaban a cabo en una sede, que después de un tiempo resultó ser la pulpería de su presidente, Julián González Salomón, ubicada en la esquina de las calles Corrientes y del Cerrito, en diagonal a la iglesia de San Nicolás. Los otros menesteres del club eran principalmente dar muestras de apoyo a Rosas en distintos contextos: gritaban a su favor en las calles, importunaban a sus enemigos, concurrían a la Sala de Representantes a presionar a los antirrosistas. Su componente popular los hizo chocar en sus primeros tiempos con algunos federales: en una oportunidad insultaron a Nicolás Anchorena, un rico hacendado que pertenecía al grupo apostólico pero tenía una participación secundaria en la escena política.
Una vez que Rosas volvió al gobierno en 1835, la actividad de la Sociedad, importante entre su aparición y ese momento, fue menor. La Sociedad fue perdiendo independencia. Cuando estalló la crisis, Rosas comenzó a darle órdenes directas a su fiel club de adictos, que se volvió cada vez menos espontáneo y por momentos se asemejó a una dependencia del gobierno. Las indicaciones eran principalmente vigilar a personas sospechadas de simpatías unitarias o de oposición al régimen. Las demostraciones de adhesión se hicieron más expresivas y la violencia llenó los discursos y de a poco fue ganando otra vez las calles. La tirante situación provocó un aumento de la membresía de la Sociedad Popular Restauradora y cambió su perfil social. Cada vez más, eran individuos de lo más granado de la elite porteña los que solicitaban ser incorporados. Algunos de los nuevos adherentes deben haberse acercado por su convicción en cuanto a las virtudes del gobierno o tocados en su fibra patriótica por la agresión extranjera. Pero en la mayoría de los casos, la principal causa estuvo seguramente en que con el auge de los conflictos y el consiguiente aumento de la violencia en la ciudad muchos miembros de la elite de Buenos Aires temieron por sus vidas y bienes, y varios de ellos consideraron que una afiliación a la Sociedad Popular Restauradora podía ser un seguro contra cualquier duda acerca de su fidelidad federal y la gran posibilidad de sufrir una agresión. A esto apunta un pasaje de Amalia en el que se describe una supuesta reunión de la Sociedad Popular Restauradora. El héroe del relato se encuentra en el mitin; se trata de un personaje ficticio llamado Daniel Bello, al que José Mármol presenta como un antirrosista que se hace pasar por un fanático partidario del gobernador para contribuir desde adentro a desestabilizarlo. Cuando en la asamblea, celebrada en la pulpería del presidente Salomón, se lee el listado de unos doscientos miembros de la organización pertenecientes a “todas las jerarquías sociales”, Bello dice para sus adentros que “en esta lista hay hombres por fuerza”. Ello fue explicitado también por el propio Salomón en una carta a Rosas escrita ese mismo año: “En las extraordinarias circunstancias que sobrevinieron, cuando el traidor asesino Lavalle pisó nuestra Provincia muchos ciudadanos se presentaron voluntariamente a inscribirse en la Sociedad”.[11]
Por eso, cuando en 1841 La Gaceta Mercantil publicó una “Lista de miembros de la Sociedad Popular Restauradora”, una buena parte de ellos pertenecía a familias del patriciado porteño (como Riglos, Iraola, Pereyra, Unzué y Piñeyro, entre otros).[12] Algunos historiadores han tomado este listado para sostener que la Sociedad estaba compuesta tanto por integrantes de la elite como por otros que no pertenecían a ella, mientras que la Mazorca habría sido más plebeya. En cuanto a la primera afirmación, eso fue sin duda así a partir del período crítico. Pero 1840 no era 1833. En los inicios, los socios tenían un origen menos lustroso.
Los mazorqueros –si no todos, al menos sus líderes- eran originalmente miembros de la Sociedad Popular Restauradora; eran federales decididos. Lo que los convirtió en un ala ejecutora de ella, una entidad separada, fue la reaparición de la violencia política abierta. En 1833 y 1834, Encarnación Ezcurra le había encargado a la Sociedad que hiciera ataques contra las casas de algunos adversarios políticos, para intimidarlos y obligarlos a exiliarse. Ese tipo de acciones desapareció hasta el establecimiento del bloqueo francés. Ya en 1839 hubo algunos asesinatos, pero sería 1840 el año en el cual los degüellos se hicieron comunes en la ciudad, hecho que dio a sus ejecutores una macabra celebridad. Los momentos de mayor violencia fueron los meses del “terror”: octubre de 1840 y abril de 1842, en los cuales la Mazorca –como veremos– asesinó a unas cuantas personas por su oposición al régimen, real o supuesta. He ahí lo que distinguió a los mazorqueros: ellos eran miembros de la Sociedad Popular Restauradora, pero los otros socios no mataban. Esto por momentos se hace confuso debido a que había integrantes de la Sociedad que podían realizar amenazas públicas de represalias contra los unitarios y los colaboradores de los franceses, o que podían romper los vidrios de una casa o destruir algún objeto o vestuario de color celeste. Pero las muertes eran causadas por un pequeño grupo, que terminó siendo denominado la Mazorca, no sabemos si por sus mismos integrantes, por otros rosistas o por sus enemigos, aunque éstos parecen haber sido los que terminaron achacándole el nombre. ¿Cuántos eran los mazorqueros? No es posible saberlo. Seguramente no muchos más que tres decenas, aunque es altamente probable que no fueran un grupo monolítico sino que a un pequeño elenco estable se sumaran en diversas ocasiones otros individuos más periféricos e incluso ocasionales.
Lo que en verdad distinguió a los mazorqueros de otros restauradores no fue que estuvieran dispuestos a llevar su fervor por Rosas hasta las últimas consecuencias sino que casi todos ellos eran a la vez parte de la Policía. La Mazorca fue un grupo que podemos llamar parapolicial, integrado mayormente por empleados de la Policía en actividad. Mientras el jefe de la Policía entre 1835 y 1845, Bernardo Victorica, se encargó de manejar al cuerpo en sus funciones más habituales –seguridad urbana, control, denuncia de opositores al sistema, reclutamiento de vagos para el Ejército–, los comisarios Ciriaco Cuitiño y Andrés Parra cumplieron esas tareas pero sumaron un mayor énfasis que ningún otro comisario en la vigilancia política. Esa rama especial de la policía, las dos partidas volantes de los comisarios extraordinarios, fueron las que devinieron en la Mazorca. Silverio Badía, Manuel Troncoso, Leandro Alén y Fermín Suárez, los mazorqueros más famosos –que serían juzgados y ejecutados por eso en 1853– eran los dos primeros vigilantes de la partida de Parra, y de la de Cuitiño los otros dos.[13] ¿Cuándo dejaban de actuar como policía y se volvían mazorqueros? En los momentos en que procedieron por fuera de las disposiciones o la normativa del departamento de policía; sin órdenes o con indicaciones orales del gobernador, algo que nunca llegó a dilucidarse.
Hagamos una aproximación al perfil de los miembros de la Sociedad a través del de su presidente. Julián González Salomón heredó la pulpería de su hermano Genaro, capitán en la milicia y uno de los “tribunos de la plebe” de la década revolucionaria, que fue condenado a muerte por su participación en un movimiento armado de 1820. Julián continuó con la actividad política, participó también en la milicia, se ligó al partido federal y en 1829 se convirtió en juez de paz de San Nicolás. Actuó decididamente en el bando apostólico durante la lucha entre los federales, generando una relación cercana con Encarnación Ezcurra. Hasta ese momento no era conocido fuera de ese círculo: el gobernador Juan Ramón Balcarce envió una carta a Rosas contándole que algunos apostólicos lo habían visitado de mala manera después de unas reñidas elecciones en junio de 1833; entre ellos estaba “un hombre emponchado que luego supe llamarse Salomón”. Rosas sabía perfectamente quién era, dos meses más tarde le escribió a Felipe Arana desde su campamento en la expedición contra los indígenas y le dijo que “estoy bien impuesto de los servicios de nuestro apreciable paisano don Julián Salomón, a quien si usted ve le he de estimar que lo salude y felicite a mi nombre”. En 1835 Juan María Gutiérrez contó en una carta la presencia de la Sociedad Popular en la fiesta que acompañó al juramento de Rosas como gobernador y comentó: “su presidente se llama Salomón, abastecedor corpulento que si en algo se parece al de la Escritura, será en lo castizo y esforzado como varón…”, ironizando así sobre los talentos intelectuales del personaje.[14]
Salomón fue ganando importancia. Se encargó tanto de organizar y conducir manifestaciones callejeras que mostraban el apoyo al Restaurador como de amenazar a sospechosos de unitarios, vigilarlos y en ocasiones proceder contra sus propiedades (por ejemplo, dirigió a un grupo que atacó la casa de Juan Manuel Beruti, destruyendo sus objetos celestes y verdes, además de muchos vidrios). Estas tareas le eran en ocasiones encargadas por el mismo Rosas, aunque no podemos saber si eso era siempre así. Lo fue en septiembre de 1840, al iniciarse el primer período del terror, cuando Salomón le informó al gobernador: “con respecto á las casas unitarias que Vuestra Excelencia me encargó vigilar, no solo las he hecho observar con asiduidad, sino que yo personalmente a toda hora las he vigilado; y, sea por que se han apercibido de ello, a pesar de nuestra cautela, ó por otras razones, créame V.E. que nada he podido sorprender; por cuya razón no he procedido contra ellas según era justo. Sin embargo, Señor Gobernador, si V.E. por otros medios adquiere o tiene la menor noticia, yo agradeceré a V.E. me lo indique porque sin mas que su indicación, yo mismo personalmente, aun a medio día, procederé contra cualquiera de dichas casas de Salvajes, a quienes es preciso exterminar, para que podamos vernos libres de esta sabandija, que nos mina. Sí Señor Excelentísimo, estos son mis deseos y los de toda la sociedad”.[15]
En esta carta Salomón mostraba su fidelidad incondicional pero también algunos límites: no procedía sin alguna prueba y no iba contra las personas de los unitarios –a los que decía que había que exterminar pero no se ofrecía para hacerlo– sino contra sus casas. De hecho, los autores que se refirieron a los crímenes de la Mazorca no lo incluyeron entre los asesinos, sino que limitaron sus acciones a las antedichas. Eduardo Gutiérrez, quien en folletines escritos en la década de 1870 describió con grandes exageraciones a sangrientos personajes mazorqueros (tomando tradiciones orales de la ciudad y consultando los archivos de la policía), presentó en cambio a Salomón como un rosista fanático pero que no protagonizaba asesinatos; se paraba delante de las casas de los considerados unitarios y las insultaba un buen rato con fuertes amenazas, permitiendo así que las familias en cuestión huyeran. Esto no sólo habla de una mayor benevolencia de Salomón con respecto a otros rosistas sino que sobre todo ilustra las diferencias entre la Sociedad Popular y la Mazorca. Los integrantes de la primera que no estaban en la segunda no se encargaban de los asesinatos.
El dato fundamental es que Salomón no estaba en la policía, su carrera se ligaba a organizaciones diferentes: la Milicia –de la cual llegó a ser coronel bajo el rosismo– y a su cargo de juez de paz de San Nicolás. En 1836 fue reelecto en ese puesto, tras haber recibido un informe favorable de la Policía. Como juez de paz mantenía un papel de bisagra entre el Estado y la comunidad barrial. Es decir, era un personaje que obedecía las órdenes gubernamentales pero debía también tener en cuenta a la sociedad local, en la que contaba con influencia, y que le había permitido llegar a ocupar cierta posición. He ahí una razón posible para su mayor moderación. Esa atenuación del fanatismo federal del presidente de la Sociedad Popular facilitó que encumbrados personajes porteños pudieran ingresar a ese club sin que eso implicara relacionarse directamente con los crímenes mazorqueros. Esto no quiere decir que no hubiera afiliados de esa organización vinculados con los asesinatos políticos. Martín Santa Coloma, Mariano Maza y Antonino Reyes, entre otros, protagonizaron varios pero siempre fuera de la ciudad; en Buenos Aires parecen haber seguido una conducta similar a la del presidente de la Sociedad Popular Restauradora.[16]
Veamos ahora a los líderes mazorqueros. El que pasó a la posteridad como el mazorquero más notorio fue Ciriaco Cuitiño. Nacido en Mendoza, se instaló de joven en Quilmes, donde fue alcalde y también integró la milicia. En enero de 1830 Cuitiño fue nombrado comandante de una partida celadora e ingresó así en la policía de Buenos Aires con el rango de sargento mayor. Además el gobierno lo eligió como juez de paz del barrio en el que se instaló, San Telmo. Militó en las filas apostólicas –por lo cual perdió transitoriamente su puesto en la policía, al igual que Andrés Parra– y construyó una relación muy cercana a Encarnación Ezcurra. En enero de 1834 envió junto con Parra una misiva a Rosas, que estaba en la campaña contra los indígenas, en la cual mostraban su adhesión total: “Vuestra Excelencia debe conocer que Cuitiño y Parra siempre marcharán por el camino que V.E. nos ha formado desde que se destronó el pérfido partido Unitario”. Aunque no hay datos concretos al respecto, es evidente que ellos dos organizaron lo que se convirtió en la Mazorca. Además, Cuitiño mantuvo su papel de juez de paz en San Telmo durante años. En 1838 fue ascendido a coronel y su estrella siguió el ascenso: su partida contaba con un cuartel propio, que todo el mundo conocía como “el cuartel de Cuitiño”. Por su parte, Parra era un gallego que no había llegado a la ciudad como un inmigrante común sino como desertor de la armada española en 1818. En 1821 lo encontramos cumpliendo las tareas de teniente alcalde en la zona del Socorro. Al poco tiempo ingresó en la policía, en la que fue ascendiendo. En 1828 era comisario y participó activamente a favor de la lista del gobernador Dorrego en las disputadas elecciones de mayo de ese año entre unitarios y federales, en las cuales fue acusado por un diario opositor de haber amenazado con “sacar los ojos a bofetadas a los ciudadanos” que votaban contra la lista federal. Se integró luego en la órbita de Rosas y recibió el mando de una partida especial de policía. En las elecciones de junio de 1833 luchó por los apostólicos y protagonizó un hecho de violencia. Su carrera se desarrolló de una manera muy similar a la de su camarada: fue nombrado coronel y se transformó en un mazorquero muy temido. Ganó fama de ser especialmente cruel y los enemigos de Rosas lo denominaron “el Marat de la Mazorca”.[17]
Cuitiño y Parra no diferían mucho en su nivel social de un personaje como Salomón, aunque partieron de un poco más abajo en la escala social y su ascenso en la ciudad se debió fundamentalmente a su labor en la Policía, más que a su desempeño en otras actividades; además, ninguno de los dos era porteño de nacimiento, lo cual hacía las cosas un poco más arduas en la sociedad de la época. No eran líderes surgidos de los barrios sino figuras que se construyeron en relación con el Estado y por lo tanto no tenían un rol mediador tan claro como el de los jueces de paz (aunque Cuitiño llegó a serlo, su vinculación más importante fue siempre con la Policía). De allí que pudieran ser los dirigentes del principal instrumento represivo informal del régimen.
Cosecha roja
El bloqueo dio inicio a una pesadilla para el rosismo. Al mes siguiente de su instalación, Santa Fe y Corrientes exhortaron a Rosas a poner fin al conflicto. Éste decidió dirigirse al conjunto de las provincias para pedir la aprobación de sus decisiones en el manejo de las relaciones exteriores (poco antes había iniciado una guerra con la Confederación peruano-boliviana, la cual no tenía resultados precisos). La respuesta de la mayoría de las provincias tardó en expresarse, en medio de una tensa calma, mientras los enemigos del Restaurador buscaban lograr una desaprobación conjunta de lo actuado. En la propia Buenos Aires encontró resquemores: en la hasta entonces pasiva Sala de Representantes se expresaron voces a favor de tomar el camino de la transacción, incluidas las de algunos diputados que hasta entonces habían formado en las filas fieles del rosismo. Una mañana de mayo ocurrió un hecho también impensable tan sólo un mes antes: la ciudad se pobló de pasquines contra el gobierno.
La respuesta de Rosas al desafío interno fue medida. Rápidamente apeló a un recurso clave que ya le había dado éxito en otras ocasiones: el apoyo popular. La clásica animadversión hacia los extranjeros se incrementó rápidamente, en particular hacia los franceses. Eso no lo inventó Rosas, fue un efecto inmediato del bloqueo. Para la plebe federal era claro que la antigua identificación que se había creado entre unitarios y extranjeros era completamente real; Rosas sabía que podía contar con un fuerte apoyo si buscaba abajo en la escala social. Lo que logró el gobernador fue que el odio popular se encauzara no contra los franceses residentes en Buenos Aires (salvo pocas excepciones) sino en una crítica al rey Luis Felipe, a quien gritaban “mueras” por las calles tildándolo de “criador de chanchos”, y sobre todo a los aliados rioplatenses de los bloqueadores, a los que se acusó de venderse al “asqueroso oro francés”. Una agresión contra franceses residentes en la ciudad hubiera dado una excusa perfecta para una intervención directa de Francia en el terreno militar, posibilidad que el gobernador obviamente quería evitar. Era por otra parte una perspectiva que tampoco seducía a los franceses, quienes esperaban imponer su posición con un costo mucho menor: apoyando a los enemigos de su enemigo. Los que deseaban que los federales se lanzaran sobre los franceses de Buenos Aires eran los opositores a Rosas, que también sabían que un hecho así podía marcar su caída (de hecho, el personaje de Amalia Daniel Bello intenta en la novela persuadir a los rosistas más exaltados de que cometan una acción por el estilo). Sin embargo, la reacción contra los extranjeros no pasó de amenazas verbales. Cuando unos meses después de la instalación del bloqueo un francés pisoteó con su caballo a una morena en una calle de la ciudad, preguntando con soberbia al oficial que lo detuvo si eso era un delito, el comisario Andrés Parra le escribió a su superior: “Señor jefe, esta clase de extranjeros que no temen a la justicia, ni respetan las leyes del país, es preciso bajarles el cogote; para que aprendan a obedecer”.[18] Pero no lo hizo.
El gobierno preparó cuidadosamente la fiesta del 25 de mayo de 1838 para que fuera una demostración pública de la fidelidad general a la causa y graficara la popularidad del régimen. La concurrencia fue muy numerosa y Rosas usó la ocasión para reforzar sus vínculos hacia abajo: invitó a las Sociedades Africanas a organizar un baile en la Plaza de la Victoria como número fuerte de la celebración. La plaza principal ocupada por los negros era un gesto político muy claro; podemos deducir cuán importante debió ser el evento para ellos. En cambio, para varios integrantes de la elite la medida fue revulsiva. Una señora escribió a su marido diciéndole que “el día de veinticinco que ha sido respetado y debe ser mientras Buenos Aires existe, llegó al último grado de vileza y desgracia rebajando un día como ese a términos de poner tambores de negros ese día en la plaza”. Por su parte, el poeta unitario Juan Cruz Varela, exiliado en Montevideo, publicó unos versos sobre la cuestión, en los que expuso: “Sólo por escarnio de un pueblo de bravos / bandas africanas de viles esclavos / por calles y plazas discurriendo van. / Su bárbara grita, su danza salvaje, / en este día meditado ultraje / del nuevo caribe que el Sud abortó”.[19]
Simultáneamente, el Restaurador cuidó el orden en la campaña. En julio tuvo conocimiento –según la oposición por la denuncia de “un mulato”– de que se preparaba un levantamiento entre las tropas que custodiaban la frontera sur. Se detuvo a su comandante, Zelarrayán, y se lo ejecutó apelando a que supuestamente había querido fugarse. Ese mismo mes, el gobierno solicitó a la legislatura que se expresara sobre la situación con los franceses y obtuvo una rotunda victoria; por si acaso, los miembros de la Sociedad Popular se hicieron presentes en la barra de la Sala para asegurar que los diputados no dudaran. La decisión de la legislatura fue festejada en algunos barrios, que mostraron así su fidelidad federal. El juez de paz de La Piedad solicitó cien faroles para iluminar la iglesia homónima en un Tedeum que se organizó “en acción de gracia al Ser Supremo por el beneficio que ha otorgado a la Republica en el pronunciamiento de la Honorable Sala de esta Provincia al aprobar la conducta de Nuestro Ilustre Restaurador de las Leyes, Encargado de las Relaciones Exteriores de la Nación, en la cuestión promovida por el Vice-Cónsul y Contra-Almirante Franceses”.[20] Nuevas muestras de adhesión federal se expresaron en octubre, cuando murió Encarnación Ezcurra (a partir de entonces llamada “la heroína de la Confederación”). Los funerales fueron masivos y durante varios meses todas las iglesias de la ciudad realizaron misas en su memoria. Buenos Aires se mostraba fiel, pero la crisis no hacía más que comenzar.
En la última parte de 1838 la situación se clarificó: Corrientes, el Estado Oriental y los agentes franceses acordaron una alianza para “remover del mando de la Provincia de Buenos Aires y de toda influencia en los negocios políticos de la Confederación Argentina, la persona de don Juan Manuel de Rosas”.[21] A ese trío se agregó el apoyo de los emigrados que se encontraban en Montevideo. Para activarlos fueron importantes los líderes de la Asociación de la Joven Argentina, que decidieron pasar de una tarea propagandística clandestina a una acción política más directa, en la cual iban a mostrarse enérgicos (en particular Juan Bautista Alberdi).
Al iniciarse 1839, entonces, el rosismo enfrentaba el mayor desafío que había tenido hasta entonces. El control se volvió más obsesivo y los sospechados de ser desafectos al sistema empezaron a mostrarse cada vez menos en público. El 11 de enero, el comisario Cuitiño informó que había remitido a la cárcel al paisano Zacarías Puyol por sospechoso. La razón era que lo habían visto varias noches seguidas “parado en un poste al lado del portón del cuartel” donde tenía sede la partida de Cuitiño. Para qué estaba allí no lo sabía, pero el comisario había decidido detenerlo de manera precautoria, dado que podía ser que quisiera apoderarse de las armas guardadas en el cuartel. La suposición obedecía a las “sospechas que continuamente hay sobre los Enemigos de la Causa Santa de la Federación y siendo éste uno de los que conservan la patilla de U, la misma que en la misma noche de su captura, que fue el 10 del corriente, se afeitó en seco, por abajo de la barba”.[22] Casos como éste se hicieron frecuentes. Un ex oficial del ejército, Manuel Cienfuegos, fue fusilado sin juicio previo por habérselo encontrado junto a la casa de Rosas una noche, por lo cual se lo acusó de querer matar al gobernador. El caso tuvo alto impacto: Mariquita Sánchez, exiliada en Montevideo, anotó en su diario que “el asesinato de Cienfuegos había hecho grande impresión”.[23]
La guerra empezó bien para los rosistas, que derrotaron a Corrientes y recibieron la buena noticia de que la derrota de la Confederación peruano-boliviana a manos de los chilenos ponía fin a la guerra en el norte. Las victorias hicieron que el Restaurador mostrara algunos gestos de distensión, como liberar al general José María Paz. Además, el 25 de mayo firmó un tratado con Gran Bretaña prohibiendo el tráfico de esclavos. Accedió así a un pedido que los británicos venían realizando hacía tiempo y al que se había negado hasta entonces. Ahora buscó reforzar su relación con la mayor potencia como contrapeso a los franceses, y la medida le sirvió también para afianzar aún más su vínculo con los negros porteños. De hecho, nuevas demostraciones de apoyo público por parte de esa comunidad siguieron al anuncio. Pero, cuando la tensión en la ciudad parecía disminuir, el gobierno fue avisado de que allí mismo se conspiraba en su contra.
Quienes estaban descontentos habían empezado a reunirse al menos desde marzo, pese a la vigilancia del régimen. Muchos eran jóvenes de la elite que habían sido influenciados por la prédica de la Asociación de la Joven Argentina. Un resultado fue la formación del “Club de los Cinco”, una pequeñísima sociedad secreta. Sus objetivos no eran muy definidos en cuanto a posiciones políticas: “no se trataba por el momento de federación ni unidad, sino de concluir con Rosas”, diría años más tarde uno de ellos, Carlos Tejedor.[24] Primero proyectaron simplemente asesinarlo, pero luego el círculo del club se fue ampliando y se empezó a planear la realización de un levantamiento militar para apoderarse de la ciudad, que sería acompañado por un alzamiento en el sur de la provincia, donde estaban en comunicación con varios notables de la campaña, y por una invasión de Lavalle. Sabían muy bien, por sus contactos en Montevideo, que desde abril se preparaba allí una “Legión Argentina” para luchar a las órdenes de dicho jefe contra Rosas. Los conjurados porteños encontraron un líder en otro joven: el coronel Ramón Maza, hijo de Manuel, el dirigente rosista.
Los involucrados confiaban en obtener un apoyo masivo: “el pueblo está sumamente aburrido de la miseria y la esclavitud”, escribió un implicado en mayo y “las contribuciones, lo que empieza a exigirse, aumentarán el descontento”. Se refería a la contribución directa, impuesto cuyo cobro, que antes se hacía de acuerdo a lo que declaraba el que pagaba, empezó a ser calculado por el Estado. Además, decía, “todo está a más del doble de antes”. Ramón Maza empezó a buscar el apoyo de los comandantes de los batallones del ejército regular para asegurar el éxito del levantamiento. La trama no fue guardada con precaución y según el general Paz, quien fue enterado de ella, “el secreto de la conjuración estaba en miles de bocas”.[25] Uno de los que fueron convocados a unirse delató todos los planes a Rosas, quien inmediatamente hizo prender a Maza. Ese mismo día, 24 de junio, otros pocos conspiradores fueron arrestados también, entre ellos Tejedor. La escasa cantidad de detenidos y las leves penas que sufrieron parecen llamativas. Es probable que el gobernador no haya dispuesto de todos los nombres de los implicados, pero además es posible que haya juzgado que no era conveniente descubrir una gran conspiración, lo cual evidenciaría la existencia de muchos descontentos. Prefirió entonces concentrar la atención en Maza, que fue acusado de haberlo querido asesinar. Otro personaje fue incriminado en el asunto: el padre de Ramón, Manuel Maza, quien seguía ocupando el cargo de presidente de la Sala de Representantes. ¿Sabía de la conspiración? Es posible, aunque no hay ningún dato cierto acerca de si participó o no en su organización (parecería que no). Cuando ocurrió la instalación del bloqueo, Manuel Maza se había mostrado partidario de negociar, pero nada indicaba que se pasaría a la oposición abierta. Sin embargo, Rosas estaba convencido de que él era parte, puesto que tenía en su poder correspondencia que su antiguo camarada había mantenido con algunos emigrados.
La noticia de la conspiración corrió rápidamente por Buenos Aires y causó conmoción. El 26 de junio se reunió la Sociedad Popular Restauradora y un grupo se dirigió a la quinta del presidente de la Sala y la asaltó buscando a su propietario, quien no estaba allí. Al día siguiente, Maza se hizo presente en la Sala, mientras los jueces de paz urbanos encabezaban una movilización que presentó una petición para que se removiera al presidente de su cargo, por ser culpable de una revolución para entregar al país “a la execrable tiranía de los asquerosos franceses, con cuyo oro ha sido corrompido el expresado infame traidor”. Al caer la noche, dispersada la multitud, Maza se sentó en su despacho a firmar su renuncia. Súbitamente ingresaron tres personas emponchadas: eran los mazorqueros Manuel Maestre, Manuel Gaetán y Félix Padín. Un empleado de la Sala que se encontraba con él logró esconderse, pero Maza no. Dos lo sujetaron y Gaetán lo apuñaló hasta matarlo. Horas después, al llegar la mañana, su hijo Ramón fue fusilado por orden del gobernador.
Para los enemigos de Rosas no había duda de que quien había ordenado el crimen había sido él. Surgió en seguida la leyenda de que el Restaurador había presenciado todo oculto detrás de un cortinado. Rosas, por su parte, acusó públicamente del asesinato a los unitarios. Pero en una carta a un allegado dio otra explicación. Al referirse a las consecuencias de la difusión de la noticia de la conspiración, dijo que “naturalmente la irritación era tremenda entre los que aman nuestra Santa Causa. En fin, el resultado es que esa noche a las siete y media encontraron muerto al Dr. Maza en la Casa de representantes con dos tremendas puñaladas que le habían dado en el corazón. El Ramón que estaba en la cárcel con dos barras de grillos ya convicto y confeso, lo mandé fusilar al día siguiente porque así era de justicia, y porque no podía ser de otro modo”.[26] Aquí Rosas parecía ignorar lo ocurrido con el padre, al tiempo que aceptaba sin miramientos lo actuado con el hijo. Es muy probable que los asesinos tomaran la decisión por sí mismos, o que lo hiciera la Sociedad Popular. Los rosistas temían, y no únicamente su líder. Si bien el gobernador ejercía un poder autocrático y supervisaba lo más posible las acciones de sus seguidores, eso no implica que los manejara como títeres. Por más que los federales netos, como se autoproclamaban, solían obedecerlo ciegamente, tenían también iniciativas propias y hacían sus propias interpretaciones de las órdenes que bajaba el gobierno. El rosismo no se reducía a Juan Manuel de Rosas.
El asesinato de Maza fue el primero que hizo la Mazorca desde el inicio de la crisis. Habían existido fusilamientos, sí, pero eso era diferente. El gobernador los definía usando las atribuciones dictatoriales de las que había sido investido. No había sido, sin embargo, facultado para mandar partidas a atacar una quinta o para entrar en la legislatura a matar a su presidente a puñaladas.
Como reacción al episodio, los federales comenzaron un largo período de banquetes, brindis y bailes organizados en distintas partes de la ciudad y por gente de diferente condición social a fin de celebrar el fracaso de la conspiración. En varias iglesias se hicieron ceremonias para agradecer la salvación del Restaurador. El retrato de Rosas fue expuesto en el altar de la iglesia de la Merced y luego fue paseado por las calles en un carro del cual tiraban algunas damas de la elite. Las adhesiones a su persona se explicitaron más fervorosamente y las amenazas de violencia se volvieron cotidianas. Por ejemplo, en agosto La Gaceta Mercantil publicó una carta que Cuitiño y Parra dirigieron al gobernador, en la cual afirmaban que “el único sentimiento, Excelentísimo Señor, que les queda a los que firman, es que estos indignos traidores y reos criminales de lesa Patria y América, no hayan probado de nuestras manos el puñal que desnudo conservamos para sostener la ilustre persona de Vuestra Excelencia a costa de nuestra propia sangre, como del mismo modo el nombre santo de la Federación , que hemos jurado sostener con nuestras propias vidas”, asegurando que estaban listos para “ver la sangre argentina de los desnaturalizados unitarios derramada por las calles de Buenos Aires, como vemos correr el agua del Río de la Plata”. No eran los únicos: unos días más tarde otros empleados de la policía enviaron a su vez una felicitación al gobernador, en la que destacaban cómo los conspiradores, “ni a un solo hombre del Ejército de línea y milicia, ni en la clase de tropa ni en la de Jefes y oficiales pudieron comprar”, y concluían con una terrible aseveración: “es tal la irritación de los federales que si Su Excelencia no estuviera de por medio habrían amanecido y aún amanecerían hoy mil de aquellos degollados”.[27] Hasta ese momento, ninguno de los considerados unitarios había sufrido un degüello en la ciudad, pero en el discurso ya asomaba esa sombría perspectiva. No sólo las autoridades ejercieron más control sino que las denuncias de particulares acerca del supuesto unitarismo de otros se hicieron cada vez más habituales.
En septiembre de 1839 parecía que la tensión descendía, pero a fines de octubre, en Dolores y Chascomús se alzaron en armas muchos de los antiguos soportes de Rosas. El levantamiento no llegó a durar dos semanas y con él se fue el último intento realizado en Buenos Aires de terminar con Rosas hasta 1852. Esa consecuencia estaría íntimamente ligada a los efectos que ambas conjuras tendrían en la política rosista. El hecho de que en el corazón de la campaña sur, la que había sido una importante base de poder para el Restaurador, hubiera surgido un descontento tal que había dado lugar a una rebelión, hizo que el régimen redoblara sus esfuerzos de vigilancia y acentuara la represión en la campaña y en la ciudad, sobre la que Rosas era aún más desconfiado.
La oposición había quedado muy debilitada, aunque el gobierno sabía que mientras continuara el bloqueo francés y Lavalle estuviera en campaña, tendría un aliciente para conspirar. Y tenía razón: un personaje ligado a la fallida conjura de Maza, Andrés Somellera, contó en sus memorias que en noviembre de ese mismo año se encargaba con otros de hacer circular ejemplares del periódico El Grito Argentino, una publicación furiosamente antirrosista editada en Montevideo. Las actividades de Somellera fueron percibidas por la vigilancia rosista. Una tarde en que había acudido a un remate –solía encontrarse con sus cómplices en esos eventos públicos– fue atacado a plena luz del día por un grupo de mazorqueros en el que estaban Gaetán y Cuitiño. Los transeúntes se apartaron y las puertas se cerraron rápidamente alrededor: la población de Buenos Aires había aprendido a vivir con miedo. Somellera forcejeó y logró escaparse; en los meses siguientes vivió escondido. Sus compañeros tuvieron peor suerte: Félix Tiola fue capturado y fusilado por orden de Rosas, mientras que Manuel Bustillo fue atrapado una noche y trasladado por una partida al Hueco de los Sauces, donde lo flagelaron de manera tal que tardó meses en recuperarse.
Después de eso fue evidente que cualquier actividad política se había vuelto casi imposible en la ciudad. Por eso, 1839 fue un año clave porque con él terminó prácticamente la acción antirrosista en el ámbito urbano. Somellera estuvo oculto en su casa los últimos días del año; salió disfrazado en enero de 1840 y en seguida pudo “notar en la ciudad un cambio sensible”: calles desiertas, puertas cerradas herméticamente desde las ocho de la noche, un silencio que nada interrumpía, “a no ser los gritos de los serenos que desde las diez de la noche, cada media hora, anunciaban la hora que era, precedida de la frase obligada de ¡Viva la federación, mueran los salvajes unitarios!”.[28] Buena parte de la población, la elite en particular, tendió a encerrarse. Además, la actividad mercantil, eje de la economía porteña, estaba casi paralizada por el persistente bloqueo. “La fisonomía del pueblo de Buenos Aires había cambiado enteramente”, diría más tarde el cordobés general Paz recordando esos días, “sus calles estaban casi desiertas; los semblantes no indicaban sino duelo y malestar; las damas mismas parecían haber depuesto sus gracias; el comercio había caído en completa inactividad; la elegancia de los trajes había desaparecido y todo se resentía del acerbo pesar que devoraba a la mayor y mejor parte de aquel pueblo que yo había conocido tan risueño, tan activo, tan feliz en otra época”.[29] La única esperanza que tenían los que eran sospechados de poca simpatía hacia el sistema federal era pasar desapercibidos o fugarse. Políticamente no tenían muchas opciones, salvo que Lavalle se decidiera en algún momento a avanzar sobre Buenos Aires.
La Policía porteña no daba tregua y para cualquier opositor la situación era muy compleja. Aquellos sospechados de unitarismo seguían siendo encerrados en la cárcel y el régimen había ideado un sistema hacia ellos que le era beneficioso: si querían salir en libertad tenían que entregar uno, dos o más “personeros” para que fueran alistados en el ejército de la Confederación. Por convencimiento o para no ser molestados, muchos mostraban explícitamente su adhesión al régimen. En primer lugar, existía un atuendo federal: Somellera se vistió como tal con una chaqueta, chaleco colorado “y sombrero de unos que usaban los guasos, llamados de panza de burro”. Muchas puertas y ventanas fueron también incluidas en el furor por el rojo punzó.
Desde el año previo, si una mujer no concurría a la iglesia con la divisa punzó bien expuesta, los mazorqueros podían pegarle en su pelo, con alquitrán, un moño rojo. No sabemos si ésta era una práctica habitual o si ocurrió en alguna oportunidad y el impacto que ocasionó hizo que fuera presentada como algo corriente; de todos modos, marcaba un incremento de la violencia. Llevar la vestimenta típica de la elite se consolidó como sinónimo de identidad unitaria. El archivo policial de ese año está repleto de clasificaciones de gente que fue arrestada en función de su ropa o de su barba. Por citar un ejemplo: un tal Martín Quintana fue detenido por ser “paquete de frac y no llevar la divisa”.[30]
De todos modos, es destacable que aún durante 1840 muchos porteños siguieran utilizando patillas, barbas con forma de U o no lucieran la divisa, como se desprende de los partes de la Policía. Quizás ese riesgo se debía a que la guerra no se había definido: Lavalle estaba al mando de un ejército en Entre Ríos, Fructuoso Rivera había vencido en el Estado Oriental una invasión rosista, Corrientes había vuelto a expresarse contra el Restaurador y las provincias del norte habían desconocido su manejo de las relaciones exteriores y habían formado una liga. Y el bloqueo francés, asfixiante, proseguía.
En abril de 1840, un grupo de desafectos había logrado fugarse en una embarcación y recalar en Montevideo. Entre ellos estaban Somellera y el prestigioso general Paz. La noticia enfureció a Rosas, quien ordenó que se evitaran a toda costa acciones de ese tipo. La noche del 4 de mayo, Isidro Oliden, Francisco Lynch, José María Riglos y Carlos Mason, procuraron hacer el mismo viaje. Todos tenían antecedentes de oposición al régimen (Mason, por caso, era uno de los que consignamos más arriba gritando mueras en 1837 contra una persona que lanzaba vivas al Restaurador de las Leyes). Los traicionó su guía: cuando iban a embarcarse en la costa a la altura de San Telmo, fueron atacados por una partida a caballo que dirigía Cuitiño. Intentaron resistirse pero fueron degollados. El episodio fue uno de los que más impresión causó en la época entre los porteños y los emigrados.[31]
En agosto de 1840 Lavalle inició su demorado ataque a Buenos Aires. En el norte de la provincia consiguió varias adhesiones, pero comenzaron a hacerse más escasas a medida que se aproximaba a la ciudad. Aunque allí se generó una gran expectativa, no se detectó ningún movimiento a favor del ejército invasor (o libertador, dependiendo de quien lo juzgara). ¿Por qué? Para muchos, por su fidelidad federal y su animadversión a los extranjeros, que estaban aliados con Lavalle. Éste trató de ocultar lo más posible el impopular apoyo francés, y sostuvo que no venía a representar a una forma de gobierno, para así evitar chocar con el preponderante federalismo; la lucha era contra la “tiranía” de Rosas. Sin embargo, esas precauciones no surtieron efecto. En el caso de aquellos que seguían siendo desafectos al régimen, su pasividad ante la invasión tuvo que ver con el temor a las represalias si la expedición fracasaba. La Gaceta Mercantil explicitó que no había neutralidad posible: “¡O nosotros o ellos!”.
Rosas delegó el mando en Felipe Arana y salió de la ciudad. Se instaló en Santos Lugares, donde preparó un ejército para esperar a Lavalle. El 29 de agosto éste se detuvo en Merlo, a menos de veinte kilómetros de las fuerzas de Rosas. Acampó allí y aguardó. En los días venideros se enteró de que nada ocurría en la ciudad y de que el general Oribe venía de Entre Ríos con refuerzos, debido a lo cual decidió eludir una batalla que presagiaba poco favorable y emprendió la retirada hacia Santa Fe. En la primera semana de septiembre la noticia se supo en la ciudad, que al principio reaccionó con cautela. Rosas, que permaneció en Santos Lugares, se movió con energía: el día 25 publicó un decreto por el cual se confiscaban las propiedades y los bienes de los unitarios. Simultáneamente llegó la noticia de que un enviado del rey de Francia había llegado a Montevideo para negociar con el gobernador porteño. Lo peor de la crisis parecía estar superado para el régimen.
En ese clima se desencadenó el terror contra los sospechados de unitarios. Según el ministro Mandeville, en carta a su gobierno del 15 de octubre de 1840: “los excesos cometidos en Buenos Aires por la gratificación de venganza pública y privada, han llegado a un punto tan alto rara vez registrado en los anales de la historia. Durante los últimos tres meses, hasta los últimos días no pasó una noche, salvo en dos o tres ocasiones, sin que dos o tres asesinatos no tuvieran lugar”. Echaba la culpa de los actos a la Mazorca. La explicación es muy clara: la cantidad de muertes parece exagerada dado que los crímenes habían empezado un mes antes, pero es interesante que el impacto del hecho hiciera que el ministro lo alargara. Los asesinatos documentados son menos de los que sugiere el británico: veinte (aunque seguramente hubo algunos más). Pero además fueron acompañados de otros casos de individuos que no murieron pero fueron torturados y heridos. “Con el pretexto de revisar las viviendas para buscar las personas ocultas o armas”, decía Mandeville, “las mujeres son golpeadas y maltratadas; las viviendas, robadas; y los muebles y propiedad, destruidos”.[32] Eso ocurrió por ejemplo con la casa de la familia de Luis Manterola, un emigrado que estaba en el ejército de Lavalle: entraron y golpearon a los presentes, rompiendo todo. La residencia del comerciante Félix Castro fue atacada pero él logró ocultarse; los mazorqueros se llevaron un cofre con mucho dinero (el afectado logró exiliarse al poco tiempo). Un testigo, Vicente Quesada, que eran un niño en esa época, contó como una noche de ese mes terrible se sintieron golpes en la puerta de su casa. Su familia, aterrorizada, pensó que era la Mazorca, pero se trataba de la desesperada esposa de Gregorio Terry que pedía refugio: su marido acababa de ser capturado por mazorqueros en su propia vivienda y su hermano Manuel había escapado por la azotea. Terry fue azotado y luego liberado. Por su parte, José María Salvadores, que había sido oficial de policía, supo que lo perseguía la Mazorca y se escondió en un sótano que estaba oculto en su casa. Asistido por su esposa, se mantuvo allí durante doce años; salió a los pocos días de la batalla de Caseros “con la barba crecida y larga hasta el estómago”.[33]
Otros tuvieron menos suerte: Sixto Quesada, antiguo colaborador de Lavalle, fue capturado por un grupo de mazorqueros en la puerta de su casa y llevado a las inmediaciones del Cementerio del Norte, donde fue degollado; el comerciante portugués Juan Nóbrega, ligado a la conspiración de Maza, fue atrapado cuando se dirigía a su quinta y degollado; José Pedro Varangot, francés de origen, que había estado vinculado al líder unitario José Segundo de Agüero, fue degollado delante de su residencia. Al menos diecisiete personas más corrieron la misma suerte. Tras más de un mes de terror, Mandeville consideró que era demasiado y se quejó. Rosas le contestó que no era difícil contener el furor federal contra los enemigos, pero la matanza se suspendió esa misma noche.
Durante todo ese período la Sociedad Popular Restauradora se reunía con regularidad, convocaba a misas por la Santa Causa y organizaba frecuentes guardias de honor para el gobernador, en fechas como el comienzo de las sesiones de la Sala de Representantes. En marzo de 1841 hubo una nueva conmoción, y tal cual ocurrió luego del asesinato de Maza se celebraron misas, algunos banquetes y se enviaron cartas de felicitación al Restaurador por haber salvado su vida. La causa fue el descubrimiento de una “máquina infernal” para matar al gobernador. Su hija Manuela abrió un paquete destinado a Rosas en el cual había un aparato que disparaba pistolas en todas las direcciones, cuyo dispositivo falló. El ardid había sido planeado en Montevideo, donde se publicaba el inflamado periódico Muera Rosas y los emigrados mantenían las esperanzas en que la muerte del Restaurador pudiera terminar con su sistema. Pero por el momento parecía más probable que el gobernador porteño terminara con ellos.
A fines de octubre de 1840, el ministro Arana había firmado la paz con el barón de Mackau, enviado francés. La partida de los franceses dejó desamparados a sus recientes aliados. Rosas pudo volcar su consolidado poderío contra Rivera, contra Lavalle, contra Corrientes y contra la Liga del Norte; en todos los casos tuvo éxito. Sin embargo, cuando su victoria parecía total, en el Litoral las cosas volvieron a hacerse difíciles. Mientras el Interior colapsaba, el general Paz, al servicio del gobierno correntino, derrotó a los rosistas en la batalla de Caaguazú, en noviembre de 1841. Pasó seguidamente a Entre Ríos y en marzo de 1842 se hizo nombrar gobernador de esa provincia. La llegada de esa noticia a Buenos Aires volvió a generar un estallido de terror. La Mazorca ganó las calles y cometió varios crímenes: otra vez, al menos veinte personas fueron asesinadas. Si los ataques de 1840 habían sido nocturnos, algunos de los de abril de 1842 se cometieron a plena luz: el abogado José Zorrilla fue degollado un mediodía en su casa, ubicada a metros de la Plaza de la Victoria, y un tal Duclós fue asesinado en el mismo horario. La crueldad fue incluso superior a la anterior: un comerciante español llamado Martínez Eguilar fue degollado a una cuadra de la iglesia de San Juan “y medio vivo metieron el cuerpo en una barrica encendida de alquitrán”; José Dupuy, también comerciante, fue degollado en el cuartel de Cuitiño, y su cuerpo fue luego colgado en un hueco de la parroquia de San Nicolás (aparentemente hubo gente que celebró allí la presencia del cadáver tirando cohetes); un santafecino apellidado Sañudo también fue degollado; misma suerte corrió Esteban Llanés, cuya cabeza fue colocada junto a la pirámide ubicada en la Plaza de la Victoria… El horror se ciñó sobre la ciudad: Tomás de Anchorena, preocupado, le escribió a su primo Rosas el 19 de abril para decirle que se pasaba el día contestando cartas y recibiendo visitas, “que bañadas en lágrimas, y llenas de angustia, horror y espanto vienen a suplicarme les de algún consuelo o consejo para salvar sus vidas, porque han sido avisados por diversos conductos de que cierta e indudablementente intentan matarlos”.[34]
Las razones de este renacer de la violencia las explicó en medio de la matanza la mujer de Arana, Pascuala Beláustegui, en una carta del 16 de abril dirigida a alguien que hacía tiempo no estaba en la ciudad. “Aquí hemos tenido algunos de los sucesos de octubre”, decía, haciendo referencia a lo ocurrido en 1840. “Yo lo previne ya porque sabía que en el campamento”, es decir la sede del ejército en Santos Lugares, “había mucha exaltación contra los salvajes, pues decían que cuando habían pensado en retirarse a sus casas a descansar venían estos malvados a empezar de nuevo la guerra, que era preciso que no quedase uno para que ellos y el país disfrutasen de tranquilidad”. La opinión corría “desde el Jefe hasta el último tambor, me dicen que es lo mismo que circula en el ejército”. Y sugería que las partidas eran numerosas: “las reuniones federales que Usted ha visto aquí son tortas y papel pintado para las que hay ahora, el exterminio de los salvajes es lo único que se oye como único remedio a la terminación de la guerra pues ya han desesperado de que la moderación pueda jamás convencerlos”.
El 19 de abril se informo a los jefes de la Policía, el Ejército y la Milicia que el gobernador “ha mirado con el más profundo desagrado los escandalosos asesinatos que se han cometido en estos últimos días, los que aunque habían sido sobre salvajes unitarios nadie absolutamente estaba autorizado para semejante bárbara feroz licencia, siendo por todo aún más extraño a Su Excelencia que la Policía se hubiese mantenido en silencia sin llenar el más principal de sus deberes”.[35] Estas palabras invitan a diferenciar el terror de 1842 del de 1840. En ese año, las muertes fueron si no ordenadas por Rosas –en el sentido de que no podemos saber si seleccionó a las víctimas y ordenó su muerte– sí toleradas por él. Cuando en 1853 se juzgó a Cuitiño, éste sólo aceptó haber recibido órdenes de Rosas para matar a los que habían querido emigrar en mayo de 1840 (es decir a Oliden, Riglos, Mason y Lynch). Nos sabemos si los otros agredidos fueron elegidos por él. Es probable que se lo consultara, dado que cuando se degolló a José Nóbrega, Rosas decidió fusilar a su matador, que había sido Gaetán, el asesino de Maza. ¿Por qué castigó a éste y no a los otros? Quizás Gaetán actuó sin autorización, sin seguir los lineamientos del gobernador.
Sin embargo, también es posible que el Restaurador sólo hubiera dado libertad de acción a sus fanáticos seguidores y no que les hubiera marcado las víctimas. A esta posibilidad la apoya el hecho de que cuando el gobernador decidió matar a alguien mandó que se lo fusilara. Lo cierto es que dependían de él, pues apenas lo ordenó las muertes cesaron por completo. Los asesinatos de 1840 fueron para Rosas una forma de descomprimir a través de la acción de la Mazorca la tensión que vivía la ciudad. Pero sobre todo fue una forma de aterrorizar a la elite porteña. No bastaba ya con usar la divisa punzó y mostrar una total neutralidad: la sospecha de alguna simpatía unitaria podía llevar la muerte a la propia casa de los implicados. Era una solución a la tradición de actividad política de la elite, una forma de terminar de disciplinarla. Y, sin duda, fue efectiva. En 1842, en cambio, la Mazorca parece haber actuado por su cuenta. El gobernador estaba de nuevo en Santos Lugares. La Policía no se dedicó a detener las muertes pues seguramente no sabía bien qué indicaciones habían recibido la Sociedad Popular Restauradora y su brazo armado de parte de Rosas. Podemos inferir que la matanza no fue ordenada por el Restaurador, quien ahora no la necesitaba porque la ciudad ya se había aquietado y no estaba amenazada por ningún peligro inmediato, como sí sucedió en 1840. La masacre de abril de 1842 parece haber sido una venganza llevada a cabo por los federales extremos contra aquellos a quienes volvieron a indicar como unitarios, producida por el hastío de la guerra y en algunos casos, posiblemente, por el deseo de apoderarse de algunos bienes de las víctimas. Las muertes del terror no fueron tantas en comparación con las que provocaron los enfrentamientos bélicos y los fusilamientos. Hay poco más de ochenta casos de ataques mazorqueros en el período rosista. Es indudablemente un número muy significativo, pero lo que más horrorizó a la población afectada fue el método: asesinatos “a domicilio”, la sensación de total indefensión y de estar expuestos a gente capaz de todo. Los que habían sido víctimas de la violencia rosista aseguraban que los mazorqueros usaban un cuchillo afilado cuando querían matar a un enemigo, pero que usaban una sierra desafilada para degollar a los unitarios de primer rango social, para hacerlos sufrir más. Ello contribuyó a eternizar el recuerdo de ese horror, más aún en una ciudad que nunca había vivido ese tipo de violencia política. En la campaña hubo represiones y fusilamientos que el gobierno llevó adelante abiertamente, pero en general no hubo actividades importantes de grupos no oficiales como la Mazorca.
La crisis del sistema rosista iba a concluir durante 1842 con el rotundo triunfo rosista en Arroyo Grande. Los años subsiguientes mostraron a una Buenos Aires en calma. Al finalizar 1844, Juan Manuel Beruti escribió en su diario que el año “ha concluido sin más novedad que la guerra que aún sigue con Montevideo; pero la ciudad muy tranquila, aunque muy pobres sus habitantes por la falta de gente del país que se halla emigrada y el comercio paralizado; pero gracias a Dios no ha habido insultos, embargos, confiscaciones ni degüellos ni se ha perseguido a nadie”.[36] Es que ya no era necesario, la ciudad había sido disciplinada. En junio de 1846, la entonces innecesaria Mazorca dejó de existir. Podría aventurarse que la década de 1840 fue políticamente la menos agitada de esa urbe durante todo el siglo XIX. La vida política efervescente no volvería a aflorar hasta después de la batalla de Caseros.
El terror legitimado
¿Cómo pudo Rosas llevar adelante esa política? Un hecho que contribuyó a legitimarla fue que la causa federal se sacralizara, como marca el grito “Viva la Santa Federación”. Combatir a una causa santa demonizaba a quienes lo hacían y justificaba que se los eliminara. Cuando asumió el mando por segunda vez, Rosas impulsó que los sacerdotes concluyeran sus sermones explicitando su adhesión a la causa federal y que se exhibiera en las iglesias su retrato. Con los años fue aumentando estos requisitos y logró que el obispo instruyera a los curas párrocos para que recordaran a los fieles que debían acudir a la iglesia luciendo la divisa punzó. Como los jesuitas, a los que había permitido volver a la ciudad, no se plegaron a estas prácticas, una multitud federal los agredió en 1841, acusándolos de unitarios; la orden terminó disolviéndose.
Otro elemento destacado en la legitimación de la acción rosista estuvo en que la causa federal fue identificada con la causa de la patria. La patria era un principio que aglutinaba y contaba con fuertes contenidos emotivos y afectivos en su invocación. Si Rosas se presentaba como salvador y defensor de esa patria, y la intervención francesa parecía confirmar su posición, su accionar era correcto. Eso se articulaba perfectamente con el republicanismo, que recogía la tradición del bien común, que en la sociedad colonial constituía un valor fundamental. Rosas desempeñaba, sin que se lo nombrase así, un papel similar al que se le otorgaba al dictador de la Roma clásica: un protector de su patria y de la libertad republicana a través de normas excepcionales. A las acusaciones acerca del terror, sus publicistas respondieron con un argumento republicano que ponía a la comunidad por encima de las personas: en 1844 La Gaceta Mercantil sostuvo que “la inviolabilidad del asilo doméstico es un principio de las constituciones modernas, pero esta regla tan lata y generosa desaparece en circunstancias que así lo exigen la salud de la Patria, el bien de todos, la conservación del cuerpo político. Los otros derechos consignados en los códigos políticos, por francos y liberales que sean, están sujetos a esa condición fundamental; y enmudecen en las circunstancias extraordinarias”.[37]
Junto a esto, hubo un componente “clasista” en el rosismo que fue decisivo para legitimar su accionar. Para muchos federales parece haber habido un componente social, en el terreno simbólico, en el enfrentamiento con los unitarios. Ello es claro en el uso de vestimenta popular por parte de los primeros, en la adopción del popular bigote y en el rechazo del frac y la patilla en forma de U que utilizaba la elite. Por supuesto, no todos los plebeyos eran federales (y los dirigentes federales eran lo más granado de la elite porteña), pero sí existió una identificación de ese partido con lo popular.
Un ejemplo servirá para explicarlo. En enero de 1839, cuando la crisis empezó a tensar las posiciones, el pardo libre Felipe Vilaró denunció al médico Antonio Abad ante la Policía. Vilaró dijo que su mujer era doméstica en la casa de Abad y que él estaba haciendo unos trabajos de albañil en el mismo lugar, a razón de lo cual solía charlar con Abad “sobre asuntos políticos y del Bloqueo, rebatiendo siempre el declarante al Dr Abad por ser contrario al Sistema Federal, al Ilustre Restaurador de las Leyes y estar conforme con el Bloqueo”. Vilaró dijo que nunca había podido tener otros testigos al respecto como para incriminar a su empleador, pero ahora los había conseguido. Sostuvo que Abad había dicho “ya tiene Usted a Lavalle en Santa Fe, y al gobernador de esa provincia en esta Capital, pues yo lo he visto (…) pronto se verán rodeados de enemigos que no han de poder salir ni a San José de Flores y solo se oirán los gemidos porque serán degollados; las tropas se pasarán todas y el Bandido Rosas que los tiene alucinados a ustedes con los bailes, será quitado del medio”. Vilaró dijo que él contestó que “si algún soldado de los de mi cuerpo se pasara yo seria el primero que le pegaría un balazo aunque el Señor Gobernador me fusilase después”, tras lo cual se encargó de difundir lo ocurrido “en el barrio para hacerlo conocer como enemigo del Gobierno”. Por eso, Abad no lo dejó entrar más a su casa. Otros dos albañiles, ambos morenos libres, corroboraron la información de Vilaró. Abad se defendió afirmando que todo era mentira y que creía “que Vilaró haya hecho su delación por reconvenciones de trabajo”.[38] La disputa muestra el potencial de zanjar disputas sociales (en este caso laborales) que daba la adhesión al federalismo. La adhesión a la causa le permitía a gente de inferior condición social acusar a miembros de la elite en igualdad de condiciones. Esto era impensable en la década anterior, en la cual el Estado intervenía mayormente a favor de los estratos más altos. No era que el rosismo buscara transformar la sociedad, sino que la entronización de la filiación política por sobre cualquier otra permitió que algunas tensiones sociales afloraran en el interior de la lucha contra los unitarios.
De hecho, los opositores a Rosas señalaron ese apoyo plebeyo y ese igualitarismo como uno de los rasgos del régimen. En Amalia, Mármol definió cómo el régimen era interpretado por los plebeyos: “osaban creer, con toda la clase a que pertenecían, que la sociedad había roto los diques en que se estrella el mar de sus clases oscuras, y amalgamándose la sociedad entera en una sola familia”. Otro contemporáneo, Santiago Calzadilla, sostuvo que entre 1839 y 1840 se llenaron las cárceles “con lo más decente y notable de la población, de nuestras mejores y más virtuosas familias”; por su parte, Beruti sostuvo que los asesinos de 1840 y 1842 pertenecían a la “ínfima plebe”. Vicente Quesada comentó que en medio del período del terror “era preciso aparentar la más indiferente serenidad, porque se había perdido la confianza, los criados podían ser espías; una palabra indiscreta podía comprometer la vida o la fortuna: no se podía ni reconvenirles ni mirarlos con severidad; la tiranía estaba en los de abajo”.[39] Indudablemente, éstas no son sólo reconstrucciones de memorialistas rencorosos. Había una identificación popular con el federalismo que contribuyó a que se viera la presión política ejercida sobre la elite como una suerte de revancha social.
También Rosas aseguró que los momentos de terror fueron protagonizados por la plebe. La diferencia era que él la consideraba espontánea, mientras que sus enemigos, al igual que la mayoría de los historiadores más tarde, se encargaron de enfatizar que fue el Restaurador el que dirigió la represión. De cualquier manera, esa apelación a que fue la furia popular la ejecutora de los ataques no debe ser considerada tan sólo como una afirmación de Rosas para justificarse ante sus opositores y los observadores extranjeros. También pudo ser usado para legitimarse ante la misma plebe, y a la vez contribuir a su desmovilización real (fenómeno que ha advertido Tulio Halperín Donghi). Porque si la plebe rosista se consideraba en algún punto representada por las acciones de los mazorqueros, entonces Rosas también avanzaba en su principal objetivo: la construcción de un orden. Esto puede contribuir a explicar el porqué de una acción “parapolicial” contra los opositores que devino en el terror. Mientras que a la plebe porteña se la vigilaba y disciplinaba con las pocas herramientas estatales existentes, fundamentalmente la policía, a la elite disidente se la perseguía –y así también disciplinaba– apelando a grupos que de alguna manera se arrogaban una representatividad popular. Era un mensaje hacia la elite disidente, prácticamente la única que fue agredida en los meses del terror, y a la vez hacia abajo. En 1840 la elite tuvo miedo a la acción popular, pero ésta estaba en realidad, más que en ninguno de los episodios políticos con participación plebeya en Buenos Aires, controlada por las autoridades. El terror fue sólo parcialmente popular; se reivindicó como tal y quizás representó el deseo de muchos, pero de hecho quedó en pocas manos y se convirtió en una política de gobierno. A través de las actividades de la Sociedad Popular Restauradora y, sobre todo, de la Mazorca, el régimen rosista desmovilizó cualquier posibilidad de acción colectiva de sus mismos partidarios plebeyos y fue moldeando una sociedad con una agitación política muy inferior a la que había dado lugar al ascenso del Restaurador. Y el terror fue urbano, fundamentalmente, porque en la ciudad se concentraba la elite en la Buenos Aires de la época.
[1] Véanse entre otros D.F. Sarmiento, Facundo, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1967; J. Lynch, Juan Manuel de Rosas. 1829-1852, Buenos Aires, Hyspamérica, 1984; T. Halperin Donghi, De la Revolución de Independencia a la Confederación rosista, Buenos Aires, Paidós, 1985; M. Ternavasio, La revolución del voto. Política y elecciones en Buenos Aires, 1810-1852, Buenos Aires, Siglo XXI, 2002.
[2] Las notas al pie en la ponencia consignan solamente la procedencia de las citas textuales. La información sobre la historia política del período proviene principalmente de Halperin Donghi, op. cit.; Lynch, op. cit.; J.L. Busaniche, Rosas visto por sus contemporáneos, Buenos Aires, Hyspamérica, 1986; E. Barba, “Formación de la Tiranía” y “Las reacciones contra Rosas” en Academia Nacional de la Historia, Historia de la Nación Argentina desde sus orígenes hasta la organización definitiva en 1862, Buenos Aires, vol. VII, 1950; E. Celesia, Rosas: aportes a su historia, Buenos Aires, Peuser, 1951; A. Saldías, Historia de la Confederación Argentina. Rozas y su época, Buenos Aires, Félix Lojaune, 1892; C. Ibarguren, Juan Manuel de Rosas, su vida, su drama, su tiempo, Buenos Aires, Theoria, 1961; V. Sierra, Historia de la Argentina, Buenos Aires, Editorial Científica Argentina, tomo VIII (1829-1840), 1969, y IX (1840-1852), 1972; F. Romay, Historia de la Policía Federal Argentina, tomo III, Buenos Aires, Editorial Policial, 1980, y J.M. Ramos Mejía, Rosas y sus tiempo, Buenos Aires, Emecé, 2001.
[8] Nota del 3/12/36, AGN, X, 33-2-7, Policía-Órdenes Superiores. Para las redes de Encarnación Ezcurra y su hermana véase la serie folletinesca Los dramas de la Tiranía, de Eduardo Gutiérrez (La Mazorca, Viva la Santa Federación y El puñal del tirano, todos editados en Buenos Aires por J.C. Rovira en 1932); también Celesia, op. cit., Ramos Mejía, op. cit., y M. Lobato, La revolución de los Restauradores, Buenos Aires, Centro Editor de América Latina, 1983.
[9] M. Burgin, Aspectos económicos del Federalismo Argentino, Buenos Aires, Hachette, 1960. Para los reclamos de los artesanos en décadas previas véase mi libro ¡Viva el bajo pueblo! La plebe urbana de Buenos Aires y la política entre la Revolución de Mayo y el rosismo, Buenos Aires, Prometeo, 2007.
[10] J. Rivera Indarte, Rosas y sus opositores, Buenos Aires, El Ateneo, 1930, p. 134. Para las sociedades españolas pueden verse las Memorias de D. Antonio Alcalá-Galiano, Madrid, Biblioteca de autores españoles, 1955.
[11] J. Mármol, Amalia, Buenos Aires, Eudeba, 1964, p. 153; carta de Julián Salomón a Rosas del 30 de septiembre de 1840, en Celesia, op. cit., p. 461.
[13] E. Quiroga Micheo, “Los mazorqueros ¿gente decente o asesinos?”, Todo es Historia, n° 308, 1993; Romay, op. cit.
[14] La carta de Balcarce en Celesia, op. cit., T. I, p. 493; la de Rosas (a Arana) en ibid, p. 529; la de Gutiérrez en Busaniche, op. cit., p. 56; Para la carrera de Genaro Salomón váase Di Meglio, op. cit.
[15] J.M. Beruti, Memorias curiosas, Buenos Aires, Emecé, 2001, p. 514; carta de Salomón a Rosas el 30 de septiembre de 1840, en Celesia, op. cit., T. II, p. 462.
[16] Nota del jefe de la policía el 13/12/1835, en AGN, X, 16-7-3, Policía. Para los otros personajes véase Quiroga Micheo, art. cit.
[17] La carta de Cuitiño y Parra en Celesia, op. cit., T. II, p. 44; Parra había llegado aparentemente en la fragata española Trinidad, véase para ésta O. Muiño, “La providencial traición de la ‘Trinidad’”, Todo es Historia, nº 176, 1982; la denuncia contra Parra en El Tiempo, n° 5, 6 de mayo de 1828; véase también C. González Espul, “Ciriaco Cuitiño: un personaje tenebroso”, en Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, nº 33, 1993.
[19] Ambas citas en G. Andrews, Los afroargentinos de Buenos Aires, Buenos Aires, Editorial de la Flor, 1989, p. 120
[20] AGN, X, 33-3-7, Partes de Policía, libro 111, 25. La conspiración de Zelarrayán fue minuciosamente descripta en el periódico montenvideano El Grito Argentino.
[23] Cartas de Mariquita Sánchez. Biografía de una época; compilación de Clara Vilaseca, Buenos Aires, Peuser, 1952, carta del 24/7/1839. El caso fue detalladamente relatado por E. Gutiérrez en Viva la Santa Federación, op. cit.
[25] El primer testimonio son cartas de Enrique Lafuente, en ibid, p. 591 (para el problema de la contribución directa véase J. Gelman, "La rebelión de los estancieros contra Rosas. Algunas reflexiones en torno los Libres del Sur de 1839", Entrepasados, nº 22, 2002). El otro testimonio en J.M. Paz, Memorias póstumas II, Buenos Aires, Emecé, 2000, p. 205.
[27] La carta de Cuitiño y Parra en La Gaceta Mercantil, 7/8/1839, nº 4831, p. 2; la felicitación de la Policía en AGN, X, 33-3-8, Policía-Órdenes Superiores, 145.
[28] A. Somellera, La tiranía de Rosas. Recuerdos de una víctima de la Mazorca, Buenos Aires, Nuevo Cabildo, 1962, pp. 19 y 43.
[29] Paz, op. cit., p. 209.
[32] Cit. en N. Montezanti, “Rosas y el terror”, Revista del Instituto de Investigaciones Históricas Juan Manuel de Rosas, nº 43, 1996, p. 33.
[33] Beruti, op. cit., p. 490. V. Quesada, Memorias de un viejo, Buenos Aires, Ciudad Argentina, 1998.
[34] La cita sobre Martínez Eguilar en Beruti, op. cit., p. 519; Anchorena cit. en Romay, op. cit., p. 242.
[35] Cartas de Beláustegui y del edecán de Rosas cit. en Barba, “Las reacciones contra Rosas”, op. cit., pp. 690 y 691.
[37] Cit. en J. Myers, Orden y virtud. El discurso republicano en el régimen rosista, Universidad de Quilmes, Buenos Aires, 1995, p. 234.
[39] Mármol, op. cit., p. 105; S. Calzadilla, Las Beldades de mi tiempo, Buenos Aires, Jacobo Peuser, 1891, p. 214; Beruti, op. cit., p. 506; Quesada, op. cit., p. 102
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